Paz, paradigma de la política
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 01 de Julio de 2025 00:00

altTras ya haber transitado un complejo periodo en el que el mantra de “paz a través de la fuerza” dominó las visiones del intercambio global,

-hablamos de esa idea inscrita en la doctrina del realismo en las relaciones internacionales y hermanada con la teoría de la disuasión militar, los equilibrios de poder en un contexto anárquico, la promesa de destrucción mutuamente asegurada- la convicción de marras parece haber tomado nuevo aire. La razón del derecho internacional y humanitario que, en el marco de la globalización, matizó esas posturas y sustentó una propuesta menos pesimista de cooperación e interdependencia entre países, va perdiendo lustre en la medida en que una peligrosa competencia interestatal por la seguridad abre puertas a un neorrealismo ofensivo. Un giro que también camina junto a la ola de autocratización y el renacimiento de los ultranacionalismos, y que sondeos rigurosos como los del instituto V-Dem vienen registrando desde hace algunos años.

No en balde John Mearsheimer -principal teórico contemporáneo de la doctrina que antes cultivó Tucídides, Maquiavelo, Hobbes o, más recientemente, Morgenthau- afirma con crudeza que el nacionalismo es una fuerza mucho más potente que el liberalismo: de modo que los afanes por imponer a la fuerza valores liberales en el mundo no sólo estarían condenados al fracaso, sino que aumentarían las posibilidades de conflicto. El nacionalismo “se basa en la división del mundo en una amplia variedad de naciones, que son unidades sociales formidables (…) Prácticamente todas las naciones preferirían tener su propio Estado, aunque no todas pueden. Sin embargo, vivimos en un mundo poblado casi exclusivamente por Estados-nación, lo que significa que el liberalismo debe coexistir con el nacionalismo”. El liberalismo y el nacionalismo pueden convivir, afirma; pero cuando chocan, cuando compiten los intereses de seguridad y el aseguramiento de la propia supervivencia con la promoción de la democracia liberal, “el nacionalismo casi siempre gana”.

Si bien la visión de Mearsheimer sacude por su inclemencia, habrá que considerar que existen motivos y evidencia histórica suficiente como para no seguir engañándose pensando que potencias como EE. UU. sacrificarán razones de seguridad nacional a fin de comprometerse con los cambios de régimen en otros países (incluida Venezuela). A raíz del conflicto con Irán, por cierto, Trump ha dicho que espera que todo se calme “lo antes posible”, que no está entre sus planes lidiar con el “caos” que esas intervenciones implican; caos que además se traduciría en ingentes costos materiales y reputacionales. El asunto acá es otro, evidentemente, y tiene que ver con el fortalecimiento de una hegemonía que pasa por poner a “América primero”, más allá de dilemas éticos o morales. En ese sentido, y siguiendo entonces la misma lógica del realismo político, la relación con otro Estado se considerará beneficiosa en la medida en que ayude a priorizar el interés nacional norteamericano (lo cual no excluye a actores como Rusia). Y viceversa: aquel Estado cuya acción entorpezca dicho interés será considerado hostil.

Pero más allá de la mentada racionalidad, objetividad y no emocionalidad de tales políticas (también de los desbarros que, en nombre de esa racionalidad, han signado la acción del gobierno de Trump) o de la necesaria renuncia a ese idealismo ajeno a una concepción pluralista de la naturaleza humana, inquieta el hecho de que el discurso a favor de la paz como paradigma de la política -Pedro Nikken dixit- luzca hoy tan desprestigiado. Ese es, al menos, el amargo sabor que dejan los intercambios en foros virtuales, tan proclives a la exacerbación de discursos extremos, pendencieros, heroicos, en lugar de la argumentación favorable a la gestión multilateral, la justicia y el bien común como premisas para evitar conflictos innecesarios y promover una diplomacia basada en el respeto a la soberanía de las naciones. Cabe preguntarse entonces si el ánimo belicista, si el potencial despliegue de la violencia que cobra cada vez más cuerpo, si el enfoque expansionista más propio de los viejos imperios podrá actuar como revulsivo frente al peligro mayor. Nos referimos a la pérdida de ascendiente de la democracia y sus valores en tanto expresión política deseable, vs el aumento de países en los que los indicadores de prácticas autoritarias se han venido acentuando dramáticamente.       

La inquietud no deja inmune a Venezuela, donde una parte de la oposición apuesta a que el ofrecimiento de un potencial “hub energético” o la fragua del casus belli pulsarán el interés nacionalista del “Make America Great Again”. El problema acá no es sólo el aferramiento a la ilusión de que un benefactor con demasiados frentes abiertos encontrará incentivos para proveer protección a terceros; no es sólo la indiferencia frente al borrado de la acción autónoma y plural de la política interna; sino la ciega convicción de que las mismas intervenciones que en el pasado sólo dejaron destrozos en lugar de democracia y paz sostenibles, esta vez sí resultarán exitosas. Cuesta mucho anticipar desenlaces democráticos a partir de la omisión de cierto componente ético y de responsabilidad como parte integral de los procesos de la política internacional. Aun cuando su objeto de estudio no es la moral, advertía Morgenthau, el realismo es también consciente de esa tensión entre el control ético y las exigencias de la acción política eficaz. El realista político está entonces obligado a preguntarse: ¿de qué modo afectará esta política el poder de la nación?

A contrapelo de las opiniones afiebradas que pueblan las redes, el papa León XIV escribía recientemente en X: “¿Cómo se puede creer, después de siglos de historia, que las acciones bélicas traen la paz, que no se vuelven en contra de quien las ha realizado? ¿Cómo se puede pensar en sentar las bases del mañana sin cohesión, sin una visión de conjunto animada por el bien común?” Al recordar, por cierto, las desastrosas secuelas de la doble operación Ajax (CIA) y Boot (MI6) en Irán -el derrocamiento, en 1953, del progresista Mohammad Mossadeq tras su decisión de nacionalizar la industria petrolera iraní; la instauración de la monarquía absoluta del Sha Mohammad Reza Pahlavi para, finalmente, aterrizar en el culmen de la regresión, la revolución que dio paso a la República Islámica- conviene repasar las notas del más reciente informe V-Dem a propósito de la conmemoración, en 2024, de los 50 años de la Revolución de los Claveles en Portugal.

La consistencia de “un hito que puso fin a la dictadura más longeva de Europa, condujo al país hacia la democracia y marcó el inicio de la ‘tercera ola de democratización” estaría asociada a cuatro factores. 1) Una robusta oposición moderada y arraigada en la sociedad civil durante las últimas etapas del régimen autoritario, fundadora de partidos de centro-izquierda y centro-derecha “que perduran hasta nuestros días”. 2) Libretos ideológicos y culturales que habilitaron la fusión socialismo-liberalismo y ofrecieron alternativas creíbles al modelo leninista-estalinista; 3) Alto nivel de profesionalización militar que posibilitó la alianza entre este sector y el de civiles moderados; y 4) Un contexto internacional proclive a la distensión, “en el que las dos grandes potencias mundiales (EE. UU. y la URSS) se abstuvieron de intervenir militarmente de forma directa”.

Frente a la reaparición de condiciones que, según el informe, provocaron el estallido de las grandes revoluciones sociales de otros siglos, -propagación del neopatrimonialismo; afán por reconstruir imperios; aumento de desigualdades socioeconómicas y de tendencias autocratizadoras tanto en regímenes democráticos como híbridos- la referencia a un proceso cuyos logros siguen vivos no es despreciable. Hay allí más de una pista para entender, además, por qué una política doméstica responsable debe promover alianzas y transformaciones que elijan la paz en lugar de la guerra.


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