| Portero de noche |
| Escrito por Colette Capriles |
| Jueves, 13 de Octubre de 2011 06:31 |
Hay dos tipos que han logrado sintetizar prodigiosamente nuestra condición. Digo la nuestra, la de los venezolanos. Uno es Christopher Hitchens,
cuando publicó, a mediados de 2010, una asombrosa crónica de su excursión al país y a las intimidades del entonces exultante Hugo Boss como lo bautizó, acompañado de Sean Penn y del historiador Douglas Brinkley. A cierta altura, Hitchens escribe que lo único que le falta al personaje central es declarar que es un "huevo escalfado" con urgencia de echarse en una rebanada de pan para tomar una reparadora siesta. La expresión es suficiente, pero además evoca otra, de muy distinta naturaleza. Hitchens estaba citando indirectamente lo que se ha llamado el "trilema" de C. S. Lewis, un extraordinario escritor católico que, con respecto a la figura de Cristo, sostiene que si no fue el Señor, sólo puede haber sido o bien un mentiroso demoníaco, o bien un lunático, como alguien que afirmara ser un huevo escalfado. Hitchens, un ateo practicante, o militante, quien sufre de un avanzado cáncer de esófago y a quien la posibilidad de la muerte no le ha extirpado la convicción de que todas las religiones son irracionales y dañinas, usa la frase, además, con doble sentido: es justamente el comentario, muy en serio, del Boss acerca del montaje gringo de la llegada a la Luna lo que dispara la metáfora de Hitchens, tratando de dar cuenta del escalofrío que recorrió los tres anglosajones espinazos cuando oyeron eso.El otro es Caetano Veloso cuando comparó el régimen con una burka, que por evocar mundos perdidos, por su extemporaneidad, resulta exótica. Las dos descripciones provocan una suerte de inquietud: hay algo muy verdadero que se dice allí, pero no sabemos cómo articularlo. Las dos tienen que ver con los misterios de la fe y de la muerte. Y en lo que nos toca, y cómo se relacionan con esa sensación onírica en que se nos ha convertido el país. Y esto me lleva a Liliana Cavani: la inquietud, que es lo que recuerdo vagamente de Portero de noche. Unas imágenes que en definitiva son las de la banalidad del mal, la de la subyugación frente al mal absoluto. Allí ya no hay más víctima; hay cómplice, hay una fusión con el poder total y una especie de hondo alivio, como el sueño eterno que anhelaba Raymond Chandler. Sobrellevar el propio sufrimiento ayudando a infligirlo: otra de tantas aporías humanas. Lo que me pregunto es si el primer umbral que hay que atravesar para llegar allí se llama indiferencia. Cierto es que la indignación, por estos días, es la heredera de los conciertos del Estadio de Wembley en los setenta. Un rito de gente demasiado bien alimentada. Cuando la indignación se convierte en la marca de un dócil rebaño, se pregunta uno qué hacer con la arrechera de todos los días, esa que se nos ha convertido en una compañera inclemente y que, al mismo tiempo, sabemos que tiene que seguir allí, porque el día que desaparezca estaremos en la película de Cavani. Bueno. Arréchate. También puedes indignarte, exasperarte, sulfurarte, "molestarte" (ese verbo inocuo que los periodistas usan como el más victoriano de los eufemismos), impacientarte, sublevarte. Ponle el nombre que quieras. Pero no atravieses esa puerta de la noche. Que la indolencia y su cortejo: el pacto de los dólares, la vida minúscula, la mediocridad, el borramiento de la memoria, el miedo, las encuestas, y un tipo que trata de bailar hip-hop, como tratando de escribir en la hoja virgen que es la cabeza de los muchachos, no te abrumen. Al final es como dice C. S. Lewis: Hay que tener el valor de elegir las propias creencias.
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