El odio no sobrevivirá |
Escrito por José Ignacio Acevedo Méndez |
Lunes, 20 de Julio de 2009 05:25 |
![]() Esto elevó a tal punto la conflictividad y la confrontación dentro del proceso revolucionario francés, que hizo imposible la convivencia entre sus propios líderes. J.J. Dantón, uno de los más genuinos representantes convencionales, no fue reelecto en el Comité de Salvación Nacional, acusado de fomentar el terror y la anarquía luego del ajusticiamiento del emperador Luis XVI y posteriormente el de su esposa, María Antonieta, la del sabio investigador y descubridor de los elementos del aire, Antoine de Lavoisier, por el simple motivo de ser agente de impuestos, así como la condena a muerte del también revolucionario Jean Marie Roland de la Platiere, quien se escondió y en su lugar fue guillotinada su esposa Manón, dejando para la historia al pie del patíbulo su famosa frase: “Oh, libertad, ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Roland, al enterarse del hecho, terminó suicidándose. Esto nos da una idea muy clara del incontrolado fanatismo de los actores de la revolución; pasión ésta que, como luego veremos, se volvería en su contra. En 1794, el terror se convirtió en un sistema de gobierno, espoleado por la crisis económica y el descontento social. El enfrentamiento entre caudillos terminó por apuntalar a Robespierre, autodenominándose “incorruptible”, que, luego de propiciar la condena a la guillotina del extremista y socio de izquierda Hébert, la emprendió contra el propio Dantón, Delacroix y Desmoulins, a quienes acusó de traición y después de un polémico y parcializado juicio, en donde a manera de protesta los condenados arrojaron bolas de papel masticado al rostro de los jueces, fueron finalmente ajusticiados el 5 de abril de 1794. Robespierre triunfaba así sobre todos sus adversarios; la caída de quien como Dantón había guiado a la Francia Revolucionaria a la victoria exterior e interior se hizo entonces inevitable, pero el mismo Robespierre continuaba ignorando la diplomacia y los crecientes reclamos sociales; sospechaba de sus consejeros y militares más cercanos, profundizando su poder autocrático fundamentado en el terror y la persecución política. Caían las cabezas como tejas, en menos de 50 días se ejecutó a 1.376 “sospechosos” y se encarceló a otros 10 mil. Se combatió sin piedad y con fiereza a la Iglesia y a sus representantes, alegando la natural y libre religiosidad del nombre. Robespierre creó entonces el culto al ser supremo, del cual se convirtió en sumo sacerdote, llegando al colmo de celebrar su propia fiesta llevando en sus manos un ramo de flores y una espiga. Fue sin duda un jolgorio popular y derrochador por todo lo alto que, sin embargo, concitó la sospecha de sus antiguos socios y aliados, quienes junto a sus naturales adversarios pusieron en marcha un plan para derribarlo. El 27 de julio de 1794 fueron formalmente acusados de tiranía tanto Robespierre como sus afectos Saint Just y Couton, negando el primero los cargos, aduciendo que se trataba de una burda maniobra contra él y sus colaboradores, alentando con esta actitud un intento de revuelta de la Comuna y sus leales que a la postre fue sometida. La convención de la cual Robespierre fue connotado miembro no lo defendió y terminó por condenarlo, ordenando su detención inmediata. A su llegada, el distinguido condenado quiso darse muerte por propia mano, consiguiendo darse un pistolazo que sólo le fracturó el maxilar. El 28 de julio de 1794, finalmente le llegó la hora al máximo exponente del fundamentalismo revolucionario francés; al mismo mortal que se creyó sumo sacerdote y deidad incorruptible, dueño absoluto de la verdad y la justicia, amo del poder y del terror. En esa misma fecha, Maximiliano Robespierre, 70 miembros de la Comuna y otros 21 detenidos fueron decapitados, y con ello la revolución estaba virtualmente terminada. Francia y Europa se disponían a la tregua, pues esta última llegó a creer que la dictadura de Robespierre le garantizaría la paz y el progreso económico, pero con su desaparición era aconsejable contentarse con algo menos. A manera de conclusión y obviando lógicamente las distancias, los personajes y a un elemento nuevo como el petróleo, cualquier parecido de esta historia (que no es cuento) con nuestra realidad revolucionaria actual… es pura coincidencia, pero a la vez obliga a una muy seria y profunda reflexión que nos lleva a determinar que la esencia del autoritarismo es la ausencia de instituciones, y será por ello necesario aprovechar con inteligencia y unidad todas las oportunidades que vendrán para poner las cosas en orden, pues nadie puede contener tanto odio en el alma que ponga en riesgo la necesaria reconciliación y reconstrucción nacional. Quienes hoy lo intentan desde el Gobierno o desde donde sea, obedecen más a sus particulares intereses económicos y políticos, tratando de concursar en un competido “casting” para impresionar al jefe supremo e inspiración del régimen y obtener de esta manera sus favores, pero en el fondo aman el capitalismo, el lujo extremo, la riqueza ostentosa y, por supuesto, el poder sin control ni límites, que les permite ese nivel de vida que jamás obtendrían por medios lícitos. El odio no sobrevivirá nunca, como nunca lo hizo en Roma, en Francia, en Rusia y más recientemente en Alemania, muy a pesar de haber contado con extraordinarios promotores y recursos sin límites. |
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