Las cosas por su nombre
Escrito por Colette Capriles   
Jueves, 22 de Diciembre de 2011 08:23

altLeo una entrevista, corta y de cierta forma risueña, que le hace Charles Clover, del Financial Times, a Garry Kasparov. Hablaron de política,

claro, mientras Clover le sostenía gallardamente una partida de 20 movimientos a Kasparov.

Magnánimo, el campeón reconstruyó de memoria la partida para el periodista mostrándole la jugada fatal, y advirtiéndole que ha sido más exitoso en el ajedrez, "en donde las reglas son fijas, pero el resultado es impredecible", que en la política de la Rusia de Putin, "donde las reglas son impredecibles, pero el resultado es siempre el mismo".

La democracia es, en efecto, un sistema de reglas cuyo funcionamiento trae desenlaces inciertos, tal como el ajedrez ­o cualquier otro juego­, en el sentido básico de que el poder no está asignado de antemano a ningún actor. La incertidumbre es el signo de la democracia, porque la alternabilidad en el poder es su rasgo esencial. Y por eso la Rusia de Putin y la Venezuela de Chávez están del otro lado, el de la arbitrariedad convertida en institución, el de la dictadura de una voluntad que se extiende sin límites.

Con este año se fueron las dictaduras históricas que dejó el siglo XX. O casi todas: hasta las irreductibles Corea del Norte y Cuba están bajo estremecimientos. Pero el próximo será el año de la crisis de las neodictaduras del siglo XXI, en las que el poder militar se camufla con complicidades civiles y maniobras electorales en medio de la abundancia rentista y la escasez de política, sustituida ésta por el espectáculo y la propaganda. Que uno sea comunista y otro capitalista salvaje o corporativista es irrelevante en términos del proyecto de poder (aunque sí puede ser relevante en lo que toca a la sustentabilidad económica y la justificación ideológica, y por lo tanto a la experiencia cotidiana de los que los sufrimos). Los oligarcas rusos no quieren ser comunistas como los boliburgueses venezolanos, pero comparten con estos el mismo cinismo que los aherroja al poder personalísimo.

Tanto los acontecimientos en Medio Oriente como la alerta europea acerca de los límites del confort "bienestarista" obligan a tomar en serio las imposturas que a veces se llaman democracias, y quizás así ocurra. Claro que primeramente debemos nosotros tomarlas en serio. No pudiendo disertar acerca del pensamiento mágico, la frivolidad y el cinismo espontáneo que caracterizan a nuestra cultura pública, permítaseme llamar a todo eso indiferencia, y sugerir que entre todas las luchas que el año próximo augura, la que enfrenta a esta indiferencia es la mayor.

Y la indiferencia se combate formando preferencias. Es decir, creando situaciones que obligan a la gente a formarse una opinión y a enfrentar las cosas como son.

Y para ello hay que llamar las cosas por su nombre. Si hay algo que ha permeado insidiosamente en el discurso público durante estos trece años ha sido el coqueteo con el eufemismo, y con el deterioro de nuestra capacidad de nombrar.

Gran parte de esto sin duda, como resultado de una estrategia deliberada de vilificación del lenguaje y del pensamiento que, al limitar la capacidad de percepción, hace más dócil y conformista a la gente porque desvanece el conflicto entre lo que se vive y lo que se dice.

El lenguaje de la democracia es otro. Es, insisto, decir las cosas tal como son en la experiencia, con el vocabulario que todos compartimos y no con los trapos de una ideología del ocultamiento.

Repetir, por costumbre o por atolondramiento, las categorías con las que el régimen ha construido su ficción política no hace sino consolidarla, embadurnando la indiferencia. Las palabras tienen peso específico y crean realidades. Rompen, mueven, reconfiguran, obligan a pensar. O lo impiden...


@cocap

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