Cordelia
Escrito por Rodolfo Izaguirre   
Domingo, 25 de Mayo de 2025 00:00

altNo creo que exista nadie en el mundo que haya conocido como yo a Cordelia, la hija del Rey Lear

cuando era una niña de seis o siete años que era también mi edad y mi mamá me habló de ella. Para no aturdirme no me dijo que en realidad se trataba de una mujer madura sino que era una niña víctima, al igual que Cenicienta, de dos hermanas perversas que la distanciaron de su poderoso padre provocando su muerte siendo mayor, honesta e inocente. Todavía hoy sigo agradeciendo a Cordelia porque ella activó y puso en movimiento los resplandores de  mi imaginación  y entraba y salía del palacio del Rey las veces que se me antojaba y recorría con Cordelia los fabulosos patios y corredores y su padre me miraba con simpatía. Crecí y para pesar mío descubrí que a Cordelia no le fue bien como mujer adulta y comprendí que mi mamá tuvo la gentileza de desdoblar el doloroso humo de ficción que era Cordelia para convertirla en una niña graciosa y evitarme la compleja trama de Shakespeare y el trágico fin de mi amiga de infancia como hija de un rey envejecido y traicionado por sus otras dos hijas.

También conocí de niño a Hamlet, a Oliver Twist, al desdichado Julien Sorel de Stendhal; a Jean Valjean robando un trozo de pan; a Emma Bovary, bella pero ávida e insatisfecha. Gente de mi infancia que llegaron a ser y continúan siendo mis compañeros de vida, amigos tan fraternos y leales como lo fueron Adriano González León, Salvador Garmendia, Guillermo Sucre. Elisa Lerner o Perán Ermini a quienes conocí y adoré en mi juventud.

Los que estuvieron conmigo durante mi primera niñez fueron surgiendo de los cuentos que me contaba Tula, mi mamá, lectora de Shakespeare, de Victor Hugo y de los novelistas españoles y franceses, y gracias a ellos conocí como he dicho a un niño londinense, huérfano, obligado por las circunstancias a vivir entre chicos delincuentes comandados por un judío llamado Fagin; a ese príncipe danés que nunca supo qué era mejor, si vivir o dejar de ser y no sé por qué comencé  a dudar de mí mismo, a recelar de las sospechas y traiciones, a no creer mucho en la justicia, a cuidarme de la ambición de los adultos y aceptar la irrealidad que cercaba y rodeaba mi propia infancia signada por la ausencia de un padre impresentable. Me enteré que si robaba un pan tenía asegurado un rincón en la cárcel. Entonces, entendí de niño que lo absurdo existe, que existen el bien y el mal y me interesó la vida de Valjean. Me gustó el final de Oliver y comprendí que Emma Bovary trazó el arsénico camino de su propia muerte, Y se me hizo claro que mi camino debía ser el de la vida y fue el que busqué y encontré con Adriano, con Salvador y con el jubiloso talento del Grupo Sardio, renovador no solo de la literatura venezolana sino de mi propia existencia que con los años fue nutriéndose con los frutos que me obsequiaban el talento y la sensibilidad de mis amigos poetas.

Y como ocurre con cualquier vida, la mía no podía ser distinta y ha estado marcada por la dicha y la oscuridad. La dicha se instaló en la sagrada montaña de mi larga edad y en una sólida y regocijada relación conyugal de más de cincuenta años con Belén y tres hijos cuyos pasos han sido de provecho, dos nietas bellas dueñas de pensamiento propio y amigos que me aprecian. En cuanto a la oscuridad, la padecemos todos, tanto los de arriba como los de abajo, particularmente los que odiamos al pensamiento único, al imperio de la autocracia y la brutal desmesura militar, pero nos anima sin embargo el silencioso y argentino graznido de una guacamaya inesperada.


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