Democracia y ambigüedad
Escrito por Armando Durán   
Lunes, 27 de Julio de 2009 08:26

Hasta no hace mucho, los conceptos de democracia y dictadura no desafiaban la imaginación de los latinoamericanos con su ambigüedad actual. Se trataba, como escribía a mediados del siglo pasado Germán Arciniegas, de pronunciarse por la libertad o el miedo. Un dilema terrible pero nada complejo. Lo uno o lo otro. Nada más.
La medianoche del 3 al 4 de febrero de 1992 esta percepción más o menos simple del proceso político cambió bruscamente en Venezuela, pero nadie parece haberse dado cuenta entonces de que la frustrada intentona golpista le imprimía a la historia del país un rumbo catastrófico, aunque todavía inescrutable.

Años antes, en 1940, los comunistas cubanos se le habían anticipado a Hugo Chávez, pero de un modo mucho menos dramático. A pesar de su sangrienta derrota en España, la estrategia estalinista del "frente popular" estaba en su apogeo. En La Habana no hubo, pues, sorpresa, ni se sintió repugnancia alguna, cuando el Partido se alió con Fulgencio Batista. "Este es el hombre", fue la consigna que lanzó el Partido a los cuatro vientos para promover la candidatura presidencial de aquel sargento taquígrafo que ya llevaba 7 años gobernando a Cuba desde la trastienda de los cuarteles, así que con su victoria, 2 destacados miembros del buró central, Juan Marinelo y Carlos Rafael Rodríguez, ingresaron al Gabinete ejecutivo de Batista.

Rodríguez se uniría a la guerrilla antibatistiana del 26 de julio en la Sierra Maestra 18 años después, y se convertiría en el principal asesor político de Fidel Castro durante los 40 años siguientes.

Este novedoso flujo y reflujo de visiones del mundo tan dispares produjo en Venezuela dos hechos de gran significación política a principios de los años sesenta, los alzamientos cívico-militares de Carúpano y Puerto Cabello. Alzamientos que no iban dirigidos contra ninguna dictadura, sino contra la naciente democracia venezolana. No en balde, ambas acciones militares, al igual que la organización del movimiento guerrillero venezolano, fueron directamente auspiciadas por Fidel Castro.

Cuando Chávez trató de tomar el poder a cañonazos el 4 de febrero, ya se habían olvidado aquellos primeros contratiempos. También se había esfumado el alentador aroma del 23 de enero. Vivíamos, era imposible negarlo, en democracia, pero en una democracia que de democracia apenas conservaba el valor formal de sus elecciones quinquenales.

La pobreza de muchos crecía, la riqueza y la locura consumista de otros eran motivo de escándalo en las principales capitales del mundo. El "ta’ barato, dame dos" resumió durante años las señas de identidad de un colectivo que se negaba tercamente a reconocer el lodazal en que se hundía.

Ni siquiera el Viernes Negro, la impudicia del mejor financiamiento del mundo y el aldabonazo del Caracazo bastaron para despertar al país. En ese marco de indescriptible insensibilidad política y social se lanzó Chávez a su aventura filibustera. Golpe militar, por cierto, que provocó el rechazo de los venezolanos y de la comunidad internacional. Hasta Fidel Castro se solidarizó entonces con la democracia venezolana y con Carlos Andrés Pérez, y José Vicente Rangel declaró con firmeza que "todo el pueblo está contra el golpe." Poco duró la fiesta. Al salir de Yare gracias a la mano bondadosa de Rafael Caldera, Chávez echó por la borda a sus aliados carapintadas argentinos, afianzó su alianza con la izquierda venezolana que lo venía visitando en prisión y sedujo a Castro en La Habana con su discurso sobre el mar de la felicidad cubana.

El resto lo conocemos demasiado bien. Desmoronamiento final de Acción Democrática y Copei, triunfo electoral de Chávez, complicidad de Cecilia Sosa para permitir la convocatoria inconstitucional de una Asamblea Constituyente cuya finalidad era abolir los fundamentos de la democracia.

Desde entonces, paso a paso, con el alza excepcional de los precios del petróleo, Chávez pudo imponer su populismo dentro y fuera de Venezuela.

Y el disimulo para desdibujar en lo posible el carácter militar, personal y corrupto del régimen. Hasta llegar finalmente al día de hoy, sin democracia, ni dictadura. Eso sí, con mucho miedo. En mitad del reino de la ambigüedad y de las condiciones más propicias para que los pescadores mejor adiestrados en la faena puedan medrar a su antojo en las aguas revueltas de un río que no va a dar precisamente a la mar, sino a otra parte. Al menos, por ahora.

Fuente: El Nacional


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