| "Locos”, avispados y autoengaño |
| Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
| Martes, 04 de Marzo de 2025 00:00 |
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Eso afirmaba Trump durante la campaña presidencial de 2016, arguyendo que esa imprevisibilidad fortalecería la política exterior de EE.UU. No extraña por tanto que este nuevo periodo venga rubricado por similar signo, la imposibilidad de precisar el ánimo y las verdaderas intenciones del presidente norteamericano sobre temas que involucran la relación con otros países; entre ellos, Venezuela. Son algunos de los rasgos que los especialistas han relacionado con “the madman theory”, la “teoría del loco” que Daniel Ellsberg formulaba en 1959, y que expertos como Roseanne McManus hoy asocian a esa disposición a sacar provecho de la “locura situacional”, la perplejidad y el miedo suscitados por ciertos anuncios y decisiones de líderes en situaciones límite. Las respuestas del “loco”, asumidas de antemano como ajenas a cálculos racionales de costo-beneficio, decía Ellsberg, profundizarían la incertidumbre en el adversario y disminuirían sus expectativas de ganancias. Un “policía malo” y sin escrúpulos entra en acción para advertir sobre los riesgos de provocar a monstruos demasiado sensibles, y de ese modo derribar resistencias a punta de amenaza creíble. También en la fórmula de la “Destrucción Mutuamente Asegurada”, por cierto, (MAD, por sus siglas en inglés…) subyace la idea de que un ataque nuclear sólo podría ser iniciado por actores irracionales, líderes remedando la cinematográfica locura del Dr. Strangelove… Entonces, se trata de abonar a la convicción de que, si no se actúa con cautela, factores como la complejidad del comportamiento humano, la seducción de la hybris, los problemas de la información imperfecta y el potencial del error en el mundo real podrían juntarse para generar efectos indeseados. Asociada a las (fallidas) movidas de Nixon en 1968, por ejemplo, la argucia aplicada en el abordaje de relaciones internacionales en el pico de la Guerra fría buscó atemorizar a los norvietnamitas, hacerlos creer que los EE.UU. estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para detener la guerra. Nixon contaba con que se convencerían de que sería imposible frenarlo “cuando está enojado… y él es quien tiene en su mano el botón nuclear. Así, en dos días, el propio Ho Chi Min va a estar rogando por la Paz en París”. Sus cuentas, como sabemos, no fueron tan certeras. Pero Trump -como otros políticos afines a su estilo brutal y demagógico- parece sentirse muy cómodo con esa imagen y esa actitud que no pocos tachan de errática, frenética, imprudente; no siempre efectiva. Pero es un desbordamiento que al mismo tiempo parece responder a una lógica que ya asomaba Sun Tzu en El arte de la Guerra (“…deja que tus métodos sean regulados para la infinita variedad de circunstancias”) o el propio Maquiavelo en los Discursos sobre Tito Livio y El Príncipe (“A veces es una cosa muy sabia simular locura”). Se trata de simular, engañar, desconcertar, “ser un zorro para reconocer las trampas y un león para asustar a los lobos”. Saber moverse en esa “zona de niebla” que describía von Clauzewitz sería una ventaja en medio del caos creado, “shock and awe”, conmoción y pavor mediante. Es raro que una reputación de loco dé frutos a nivel internacional, advierte McManus. Hay que considerar lo que la falta de certezas entraña en términos de socavamiento de la confianza, insumo esencial del intercambio global. Sin embargo, apelar con habilidad de zorro a la fachada del loco podría resultar efectivo para mantener más o menos entera la credibilidad del político frente a los electores cuando este opte por decir mentiras o incumpla sus promesas (como el muro nunca concluido en la frontera con México, por ejemplo, lo cual no evitó que Trump volviese a la presidencia en 2024; o la proclama de retiro de apoyos a Ucrania este año, seguida de anuncios de conversaciones para explotación de minerales en “tierras raras”, tras lo cual Ucrania recibiría “350 mil millones de dólares, mucho equipamiento y material militar, y el derecho a seguir luchando”... Por cierto, tras calificar a Zelensky como dictador, Trump declaró: "no puedo creer que yo haya dicho eso”). Los movimientos de un actor imprevisible, impulsivo, “irracional”, pueden al final ser percibidos como “una locura más”. En este caso, aunque suene paradójico, jugar permanentemente con la expectativa del otro luce como táctica escogida a consciencia para mantener la ventaja a la hora de disuadir, coaccionar y, finalmente, negociar en posición de fortaleza. Palo y zanahoria, en fin. Dos armas en manos de un homo economicus, un “loco” no menos guiado por la presión de la elección racional y egoísta. Un negociador duro por vocación que, en sintonía con la receta maquiaveliana, espera ser temido por sus pares y amado por sus electores. Un personaje al que la democracia y sus instituciones le tienen sin cuidado y cuyo principal objetivo es privilegiar el interés doméstico que promueve el “America First”. En esa línea aparentemente contradictoria, seguramente encajaría la relación pragmática que se perfila entre Washington y Caracas. Un marco que condiciona decisiones como la eventual reaplicación de sanciones, la suspensión definitiva o la renegociación de la licencia 41 a Chevron, el desmontaje (o no) de las operaciones regulares de la empresa en Venezuela, o el rediseño del esquema vigente de licencias individuales que, de paso, ha redundado en una mayor influencia norteamericana sobre el negocio petrolero nacional. A merced del inestable escenario que propicia el “madman”, de las visiones enfrentadas hacia lo interno del partido republicano, de la suspensión de la cooperación internacional, por un lado; y del resultado que arrojó la política de “máxima presión” en 2019, por otro, lo que no resulta demasiado cuerdo es contar con que la política exterior norteamericana se orientará a promover cambios decisivos a favor de la restitución de la democracia en Venezuela. Naturalmente, habrá que preguntarse cómo incidirán las nuevas decisiones en los futuros arreglos entre Trump y Maduro, cuál la reacción venezolana a las “amenazas creíbles”, las exigencias precisas que estas abarcan y el dilema planteado entre ceder a la presión económica o desandar el camino de recuperación de los ingresos petroleros para reimpulsar redes de cooperación con socios autoritarios, con consecuente aumento del desvío, corrupción y opacidad en las operaciones. Pero, insistimos: al margen del desarrollo de dinámicas bilaterales con poco chance de ser intervenidas por actores sin influjo, sorprende cómo, a espaldas de toda evidencia, resucite la tesis de que el eventual colapso financiero contribuirá a debilitar al gobierno -no a una población sin alternativas- y generar el consabido “quiebre”. Nunca sobra revisitar a Barbara Tuchman, su examen de los síntomas de la locura política. Esto es, la incapacidad para reconocer causas, “las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de los objetos, y entre ellos”; esa “adicción a lo contraproducente”. ¿Cómo ignorar (¡otra vez!) la profusa literatura en torno a los efectos deletéreos de las sanciones sectoriales en sociedades víctimas de autocracias “evolucionadas”, el casi nulo margen de éxito documentado de esos instrumentos en relación al cambio de conducta de dichos regímenes; la paradoja que plantean al socavar la negociación coercitiva, pues, “desde la perspectiva del sancionado, no tiene mucho sentido negociar si la intención de la otra parte al imponer condiciones económicas es poner fin al control del poder político” (Drezner, 2022, How not to sanction)? Los datos de la realidad están allí, en fin. Desestimar el impacto de la privación material en la capacidad de organización política interna, para abordar la nave que pilotea un “madman” con motivaciones opuestas al propio interés, califica sin duda como un desvarío mayor: el de quien, creyéndose muy avispado, decide seguir encallando en las playas del autoengaño. |
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