El tirano, el incorruptible |
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
Martes, 18 de Febrero de 2025 00:00 |
que “comprender todo no significa perdonar todo”. Eso sí, su afán por sistematizar un estudio lo más imparcial posible en relación a las dinámicas que distinguían a esas “fiebres”, estos des-órdenes no precisamente impulsados por la acción de los “hambrientos y miserables”, marca un hito difícil de superar en el campo de las ciencias sociales. Al examinar los procesos de las revoluciones modernas en Inglaterra, EE. UU., Francia y Rusia, notaba cómo en su mayoría (todas menos la estadounidense, una revolución de tipo “territorial nacionalista” más cercana al reciente proceso irlandés) siguieron un patrón parecido en su gráfica de temperatura: un ciclo de ruptura con el Viejo Orden para pasar a un gobierno moderado, luego abrir puertas a un gobierno de los radicales y finalmente aterrizar en la estabilización, la llamada reacción termidoriana. Antecedentes históricos previos también confirmarían sus tesis. Aunque aclara que se trata de una sub-clase distinta a la estudiada, Brinton explica, por ejemplo, cómo la victoria de Esparta, el año 404 A.C., “produjo en Atenas un ciclo revolucionario similar, que empezó con la extremada oligarquía de los treinta tiranos, para acabar de nuevo con la restauración de las formas democráticas”. Después del asesinato del extremista Frínico, “pudo el moderado Terámenes hacerse con el poder y establecer una constitución mixta, en la que se pretendía combinar lo mejor de la democracia y de la oligarquía”. Cabe destacar acá cómo la moderación inicial, la fase promisoria y esperanzadora suele diluirse en el salto trágico, el arrebato radical. El periodo de Terror, la conducción de la que se apropian los más rabiosamente comprometidos con el ideal, apareció para legitimar en muchos casos la dictadura personalista. Por supuesto, el caso francés merece mención especial. Precedida por el “coro de quejas” de los intelectuales desertores, cuya singular mezcla de amargura, esperanza y unanimidad “no se aprecia en las quejas victorianas”, esta revolución vinculada a los valores de la ilustración y el liberalismo no pudo desligarse, lamentablemente, de voluntades y episodios salvajes que canibalizaban el bello paradigma, el régimen de los Derechos del hombre. Es el caso de un miembro de ese “gremio de los locos” que, en su momento de poder, también actuaría “con bastante dureza sobre unos lunáticos discordantes”. Hablamos de un joven abogado venido de la provincia y buen hijo de la Ilustración, un inconforme, un polemista dispuesto a morir (y matar) por sus principios, Maximilien Robespierre. En momentos de fiebre revolucionaria, observa Brinton, el idealista aspira al menos a una oportunidad de ensayar y contrastar sus ideales. El Robespierre del Terror, justamente, “se echó esas ideas a la espalda y fue, como el incorruptible, un símbolo vivo de la República de la virtud en su vida pública y privada”. Pero a diferencia de Lenin o Trotsky, en él no se produjo esa inusual y necesaria combinación de Idealismo y Realismo. Mucho menos se impuso la razón práctica que distinguió a los revolucionarios en Norteamérica, eso que Raymond Aron calificaba como “la sabiduría de Montesquieu”: la consciencia de que el poder necesita ser limitado, dividido, dispersado. Al final, esa “virtud” política basada en la infeliz idea de que era posible erradicar completamente el mal de la sociedad humana se vio acompañada de la injusticia y la violencia más despiadada. Habituado a ver enemigos en cada rincón, Robespierre no era capaz de distinguir la crítica constructiva de la malicia más profana, así que considerar un cambio en sus abordajes estaba descartado. Irónicamente, había pocas dudas acerca de las irreprochables intenciones, la probidad y nobleza de la causa del incorruptible tirano. No lo negaban ni siquiera acérrimos enemigos como Jacques-Joseph Cassanyes, quien describe con morboso detalle su espantosa ejecución, el 10 de Termidor, año revolucionario II, a las cuatro de la tarde, luego de que el verdugo arrancase bruscamente el vendaje y la tablilla que el cirujano había aplicado a sus heridas, con lo cual “desprendió su mandíbula inferior de la superior y provocó que la sangre fluyera a torrentes”. Un círculo se cerraba con el mismo grito de muerte y destrucción que lo había bautizado. La multitud que antes había acompañado a Robespierre con fervor casi religioso aplaudiría ese día el brutal fin de su brutal existencia. Como explica Daniel J. Mahoney en una magnífica reseña del libro de Marcel Gauchet, Robespierre: The Man Who Divides Us the Most (2022), asombra la incapacidad de estos fanáticos “para pensar seriamente en el arte de gobernar en un orden político que sea a la vez popular y representativo”. Literal y sustantivamente, ayer y hoy, esa intransigencia, esa intolerancia hacia los disidentes, esa ineptitud para abrazar el sentido de realidad es mortal para cualquier político, para cualquier sociedad. De allí que en tiempos en que modernos tiranos reciclan viejas actitudes y visiones, la referencia al espeluznante adalid parece más vigente que nunca. Sus paradojas, dice Mahoney, revelan las mismas paradojas que persisten en una versión poderosa aunque deformada de la modernidad: “un enfoque maximalista de los derechos que da lugar a una tiranía implacable; una búsqueda constante de enemigos y conspiradores que inevitablemente no superan la prueba de la pureza revolucionaria; una confianza absoluta en el ‘pueblo’ que es compatible con formas de represión sin precedentes; la obsesión por sí mismos de quienes están ‘del lado correcto de la Historia’ que nunca cuestionan sus propios motivos ni reconocen sus propias imperfecciones”. La reflexión es particularmente relevante. Los modernos Robespierre persisten en su afán, negados a entender la historia como un continuum, una ocurrencia de sucesos que se influyen unos a otros en lugar de presentarse como una sarta de hitos inconexos. La inflexibilidad para procesar esa compleja dinámica plagada de causalidad los lleva a trazar líneas divisorias entre pasado y presente, tal como lo hacía nuestro encrespado fanático. Así, antes de 1789 sólo había tiranía, opresión; al cruzar esa frontera estaban “la libertad, la emancipación y el amanecer del reinado de los derechos del hombre”. Para lograr tan elevado propósito, lo “legítimo” entonces era convertirse en una “máquina de matar”. Héroe y monstruo conviven así en una misma persona, tan “pura” y recta en relación con sus convicciones y fines como inhumana y extrema en sus métodos. Volvemos entonces sobre los mismos dilemas que desde siempre han perseguido a una humanidad víctima de sus crisis y transformaciones: ¿el fin justifica los medios, o más bien fines y métodos deberían ser éticamente compatibles? ¿Es posible promover cambios estables y duraderos en las sociedades si se saca a la prudencia de la ecuación? Sabiendo que las consecuencias de sus decisiones serán nefastas, ¿cabe disculpar a los fanatizados, a los comprometidos con la creencia irracional de que su irreprochable rectitud moral los convierte en jueces últimos de la historia? Toca seguir trajinando con esas interrogantes. E intentar discernir lo mejor posible, muy conscientes de que comprender todo no significará perdonar todo. |
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