De la ciudad desacerada |
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj |
Lunes, 08 de Abril de 2024 00:00 |
Excepto nos detengamos a estacionar un vehículo, o consumir en cualesquiera tarantines que confiscan los espacios públicos, las aceras lucen innecesarias, e, incluso, arriesgadas. No hay mejor estacionamiento de carros y motocicletas que las aceras reales e imaginarias, además, gratuito, aunque existe una considerable y envalentonada legión de parqueadores nada honorífica. El fenómeno es masivo en buena parte de las metrópolis que, por definición, se les presumen organizadas y planificadas para la justa y sana convivencia. Están los carros hamburgueseros y cachaperos, pendientes otros rubros, contando con el beneplácito de las autoridades públicas, más aún cuando no hay o es demasiado escasa la distinción respecto al área de tránsito automotor. Frecuentemente, disponen de mesas y sillas de plástico, cuñetes de agua, cavas, etc., abarcado varios metros cuadrados en los que pueden concentrarse un número importante de personas, y completando el mobiliario están los kioscos generalmente ilegales; a los efectos prácticos, para todo, es mejor decir inmobiliario. Sobre todo, la amplia y desinhibida circulación de motocicletas en las aceras, constituye un peligro constante para los transeúntes de cualesquiera edades, por siempre sorprendidos, convertido el atajo en un derecho adquirido. La destrucción del pavimento con sus ásperas arrugas y los cráteres de insospechada profundidad, añadida la basura descuartizada y dispersa, es una amenaza extraordinaria para los de más avanzada edad que no podrían andar en una silla de rueda y tampoco el invidente avanzar bastoneando el camino cual paciente telegrafista. Obviamente, las zonas de mayor circulación no tardan en integrarse al circuito de una economía informal que se nos antoja cada vez más formal. Expendio de comida-chatarra-aparte, los talleres mecánicos, las ventas de caucho y las reencauchadoras, otro ejemplo, confiscan las adyacencias para que estacione la distinguida clientela, algo recurrente en las principales urbes del país, igualmente expuesto como un derecho adquirido de los comerciantes guapos y apoyados.
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