Mayor autonomía de poderes, menos corrupción
Escrito por Vladimir Villegas   
Martes, 15 de Diciembre de 2009 06:33

altDiez años han transcurrido desde la aprobación de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y si me preguntan diría que cada día que pasa me siento más comprometido e identificado con el proyecto de país plasmado en ese texto, del cual soy corredactor por haber formado parte de la Asamblea Nacional Constituyente. 

La Constitución de 1999, aprobada por el pueblo en referéndum el 15 de enero de ese año, fue producto de un extenso e intenso debate sin precedentes en la vida republicana.

Recoge las aspiraciones de los más diversos sectores de la vida nacional y expresa un nuevo modelo de país marcado por el empeño en ampliar la democracia, en hacerla realmente participativa y en dotarla de un verdadero contenido social. 



Tan identificado me siento con esa carta magna de 1999 que no apoyo ni apoyaría, al menos durante un buen tiempo, cualquier propuesta para modificarla. ¿Qué tal si nos dedicamos primero a cumplirla, a hacerla realidad, y que el tiempo futuro nos indique el momento de reformarla o sustituirla?

La solución de los problemas del país, y así lo concibió el constituyente de 1999, está en ampliar aún más la democracia, no en cercenarla ni en colocarle condicionantes reaccionarios, por más que esto se haga en nombre de la revolución. Esta carta magna de 1999 no sólo reivindica la división y la autonomía de los poderes, dentro de un esquema de colaboración entre todos ellos, sino que se plantea crear nuevas instancias como el Poder Ciudadano y el Electoral. 



Cualquier insinuación, aseveración o propuesta concreta destinada a poner en duda la necesidad de que los poderes, aún colaborando entre sí, sigan siendo autónomos y verdaderamente independientes, debe merecer la más clara y determinante condena ciudadana. 

El cambio revolucionario no puede interpretarse como la vuelta a un esquema de poder en el cual se le dé rango constitucional, por vía de hecho y no de derecho, a la sumisión de unos poderes frente a otro, y a la consagración del culto a la personalidad, propio de sistemas políticos atrasados, los cuales pueden llegar a cautivar durante un buen tiempo a las grandes mayorías, pero que terminan erosionados por sus propias limitaciones, contradicciones e incluso barbaridades. 

Por eso estimo que es no sólo un error sino una fatal desviación que, desde alguno de los poderes, se pretenda crear las condiciones para poner en tela de juicio un esquema de gobernabilidad en el cual se respete el rol de cada pata del Estado para el cumplimiento de los fines de la República. Y esa desviación, por más vueltas que se le dé, colide, sin duda alguna con los principios generales de la carta magna de 1999, y con la cual me siento comprometido e identificado.



El Estado es uno solo, pero los poderes públicos tienen que seguir siendo autónomos, y asumir cada cual, plenamente, las competencias que por norma constitucional tienen asignadas. Por lo tanto, atacar directa o solapadamente el concepto de división de poderes públicos, que fue concebido como antídoto frente al despotismo, y como elemento favorecedor de una distribución más democrática del poder, es, sin duda, favorecer un esquema de gobierno en el cual no tenga cabida el control de la gestión pública. 



Y hoy, vistos los escándalos financieros que sacuden al país en estos momentos, si algo hay que promover es que los titulares de los poderes públicos asuman su rol sin titubeos, y atiendan la demanda ciudadana para que la justicia llegue hasta donde tenga que llegar, sin temer el tamaño y la fortaleza del callo que pise. Es precisamente una mayor autonomía de los poderes, y una clara división del trabajo a ejecutar por cada uno de ellos, la mejor garantía para derrotar la corrupción y hacer florecer la justicia.

El Nacional


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