La pasión pueblerina de Vicente Emilio Sojo
Escrito por Aníbal Palacios B.   
Miércoles, 12 de Junio de 2024 00:00

altVicente Emilio Sojo nació el  8 de diciembre de 1887 en Guatire, una aldea del estado Miranda

con jurisdicción propia desde el 2 de agosto de 1863, que ostentaba el pomposo nombre de pueblo en virtud de su glorioso pasado histórico iniciado el mismísimo 19 de abril de 1810, cimentado durante todo el proceso de guerra independentista y refrendado en la Guerra Federal. En épocas de parteras y comadronas, Vicente Emilio nace en Macaira, un caserío ubicado apenas a seis cuadras del templo parroquial y la Plaza Zamora, epicentro de la vida social, religiosa, cultural y política del pueblo. Aquel Guatire de apenas unos 1500 habitantes, según datos de Pedro Cunill Grau, lo componía esencialmente un rectángulo desde la calle Ribas en el Calvario, al norte; un camino al sur que luego se llamaría calle Pueblo Nuevo y más tarde Bermúdez; la calle Manzanares al este, renombrada 19 de diciembre para honrar la llegada al poder de Juan Vicente Gómez y ahora 9 de diciembre por obra y gracia del sincretismo político consecuencia de la muerte del dictador, y la feliz circunstancia de la batalla de Ayacucho que con la eliminación de un dígito evitó futuros enredos catastrales, y finalmente  la calle Miranda al oeste, que no tenía la relevancia de hoy. También la calle Bolívar, fuera del área, vía principal de acceso al pueblo hasta que Antonio Guzmán Blanco construyó la carretera nacional del este en 1875.

Hijo de Luisa Sojo y Francisco Reverón López, lo crió su madre, sus tíos y, de alguna manera, el pueblo entero. Tuvo una educación primaria completa y esto es pertinente resaltarlo porque –con criterios de presentismo histórico- suele decirse que Vicente Emilio estudió hasta segundo grado, olvidando que desde el Decreto de gratuidad educativa de Guzmán Blanco en 1870,  la educación tenía justamente dos niveles; 1° y 2° Grado. Lo que conocíamos como escuela primaria era el Primer Grado, y tenía carácter público, gratuito y obligatorio y su currículo comprendía lectura, escritura, las cuatro reglas de la aritmética, historia patria, Constitución Nacional y Principio Moral, equivalente hoy al lapso de Primero a Cuarto grado pero con una rigurosidad y severidad que debería rescatarse. La obligatoriedad alcanzaba a los representantes porque éstos debían enviar a sus hijos a la escuela. Claro está, los niños preferían las clases y al severo maestro, a las rudas, variadas y extenuantes tareas domésticas de entonces.

En Segundo Grado la instrucción también era pública y gratuita pero voluntaria, y se impartía Dictado, aritmética práctica, sistema métrico, geografía e historia, Constitución Nacional, gramática, geografía e historia universal, higiene, urbanidad, moral y gimnasia. La instrucción religiosa, desde el punto de vista legal también era voluntaria, pero no desde la óptica social. Vicente Emilio Sojo cursó la primaria completa; es decir, la obligatoria y la voluntaria; de hecho, todos los niños lo hacían.

Pese a la existencia de una buena escuela pública, Vicente Emilio estudió en el colegio privado que regentaban Elías y José Centeno, lo cual implicaba un gran esfuerzo económico de su madre que veía la necesidad de un temprano roce social. De la formación musical, ya lo saben, se encargó el maestro Régulo Rico.

Instruido, inteligente, cantante, galán, bien vestido –porque su madre siempre valoró la importancia que para su hijo tendría ese detalle-, a Vicente Emilio Sojo nunca le faltaron conquistas, pero el amor de su vida fue Eduvigis Ascanio, pero ese noviazgo tuvo una férrea oposición de la familia de la dama, no por distingos sociales sino por esa legítima desagradable y terrible pregunta paterna que asustaba a cualquier pretendiente: “Y usted cómo piensa mantener a mi hija”. Sojo era un mozo tabaquero.

Sus grandes amigos fueron Manuel Antonio Perdomo, Chucho Muñoz, Manuel María Yánez, Isidoro Gámez, Juliancito Berroterán y Rafael Vicente Borges; su posterior sólida amistad con el poeta Rafael Borges, si se quiere, fue una especie de herencia de Rafael Vicente, más allá de haber nacido, al igual que Guido Acuña, en  mismo sector de Macaira, el caserío de una sola calle. .

El pueblo no era aburrido: Carnaval, Semana Santa, La Cruz de mayo. San Juan, San Pedro, la Virgen del Carmen, navidad y retretas sabatinas varias, además del río Pacairigua, mantenían ocupados a los muchachos. ¿Cómo no quererlo?

Vicente Emilio fue profeta en su tierra; todo Guatire tenía la convicción de que el pueblo le quedaba pequeño y le exhortaba constantemente a irse a Caracas. Se tenía la certeza de que sería una figura prominente del país; de allí que cuando lo reclutaron a los 17 años –eran épocas de montoneras y caudillos- toda la ciudadanía, desde el párroco José María Istúriz, sus amigos, maestros, su madre y su familia entera se movilizaron para ponerlo en libertad.

Se pueden determinar al menos tres claras razones que explican el arraigo aldeano de Vicente Emilio. En primer lugar, su estancia aquí fue la etapa más feliz de su vida. La pesada carga de satisfacer las expectativas que sobre él se tenían tal vez lo volvieron un poco huraño, parco, solitario. Guatire siempre le trajo gratos recuerdos. Regresar al pueblo, saludar a sus amigos, recorrer sus calles, la vieja iglesia, los ventanales de sus serenatas. Emocionalmente, los mejores momentos de su vida transcurrieron en Guatire. Sentimiento que transmitió a sus discípulos que no solo le acompañaban en sus paseos pueblerinos sino que inspiró a uno de ellos, Evencio Castellanos, a componer la Suite Santa Cruz de Pacairigua, pieza sinfónica que le permitió obtener el Premio Nacional de Música en 1955.

Otro elemento significativo fue la gratitud hacia el pueblo. Vicente Emilio siempre sintió agradecimiento por esa comunidad que creyó en él, le tendió la mano en momentos difíciles, que le dio confianza y le impulsó a transitar con seguridad por ese camino incierto hacia un futuro promisor. Esa silenciosa virtud poco común y espiritualmente reconfortante que se convertía en catarsis del arduo trabajo que significaba –simultáneamente- formar músicos, investigar tradiciones y recopilar la variada y dispersa riqueza musical del país.

Un tercer factor fue Guido Acuña, quien constituyó un elemento determinante en la relación de Vicente Emilio con su pueblo. Amigo, familia, compañero de luchas políticas. Guido Acuña siempre estuvo a su lado, hasta su último aliento de vida. Capaz de sacarle sonrisas donde tal vez merecía un bastonazo, siempre refrescaba su memoria con anécdotas, cuentos e historias muchas veces aderezadas con su peculiar estilo, algo que el Maestro Sojo percibía pero que disfrutaba. Guatire siempre estuvo presente en el corazón de Vicente Emilio Sojo. Guido Acuña se encargó meticulosamente de que eso ocurriera; por afecto, por admiración y con la convicción de que ambos, Sojo y Guatire se necesitaban el uno al otro. Guatire era para Guido Acuña el centro del universo, magistralmente armonizado por Vicente Emilio Sojo.

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