El enemigo impensable y el amigo de carretera
Escrito por Edgar Rocca | @EdgarRocca   
Lunes, 25 de Agosto de 2025 00:00

altSi algo puedo decir con cierto orgullo—una de esas que al final no daña a nadie— es que he visto entre 200 y 250 películas venezolanas en los últimos quince años.

Y créanme: eso, en un país donde cada estreno se celebra casi como un nacimiento improbable, es ya un mérito, o una enfermedad. Quizá ambas. Algún día haré listas, porque al venezolano le gusta listar lo que ama: donde se comen las mejores arepas, los goles de la Vinotinto, las telenovelas de su infancia, los poetas malditos de su adolescencia.

Yo, mientras tanto, me quedo con las películas. Me gusta nuestra historia, su accidentada genealogía, la manera en que se ha forjado contra viento, marea y presupuestos miserables. Y me gusta, sobre todo, la épica secreta de sus realizadores. Algunos han sido amigos entrañables; otros, leyendas a las que uno reverencia con una sonrisa tímida cuando se los encuentra en un festival o en un pasillo cualquiera.

En enero de 2018 me invitaron a Valencia, estado Carabobo. Mi primera película había sorprendido en taquilla y yo ya estaba trabajando en un documental y una nueva ficción. Era el Día del Cine Venezolano, y a alguien se le ocurrió la amable idea de reunir a tres realizadores en una escuela de cine y otras personalidades del medio, todos ellos curtidos, yo el rookie, como dicen los periódicos deportivos. Fui, hablé, di entrevistas, hice mi parte. El plan era pasar la jornada allí y regresar al día siguiente a Caracas. El problema es que no podía quedarme: mi hija —entonces la única— había pasado una mala noche, y los hijos enfermos convierten a los padres en un nudo de ansiedad.

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La organización, no contemplaba retornos improvisados, así que debía asumirlo solo. La fortuna me regaló la coincidencia: otro realizador también debía volver y tenía carro. Dos horas y algo más de carretera, conversación y silencio compartido. Ese gesto sencillo, el “aventón” salvador, lo agradecí profundamente, porque siempre he sido de familia, y uno no se concentra del todo cuando sabe que en casa algo puede complicarse. Quizá por eso, con los años, he llevado a mis hijas a rodajes, festivales y funciones: porque la vida familiar no es un paréntesis, sino, para mí, la sustancia misma de mi oficio.

Y quizá por eso también una de mis películas venezolanas preferidas ocupa ese lugar. La vi en la Escuela de Cine y Televisión. El director era un egresado insigne y había donado una copia a la modesta biblioteca que entonces apenas nacía, y que yo mismo ayudé a organizar. Fue un hallazgo: 78 minutos sin desperdicio. Un drama íntimo, de esos que ponen al actor en el centro y al espectador frente al espejo.

Recuerdo que, en 2015, mientras montaba el tráiler de mi primera película con Fermín Branger —jefe de postproducción, paciente confidente de aquella época—, salió el tema. Le confesé que esa cinta era de mis predilectas. Sonrió: él había sido el editor. Y entonces, como suele ocurrir en el cine, la anécdota detrás de la película me conmovió aún más que la película misma.

El director estaba casado con una actriz. Años juntos, años también intentando ser padres. Cuando la vida les cerró esa puerta, la pregunta fue inevitable: ¿qué hacemos con los ahorros reservados para ese hijo que no llegará? ¿Un apartamento, una comodidad, o una película? Eligieron la película. No como una frivolidad, sino como un acto de fe: porque el arte, cuando es verdadero, no sustituye al dolor, pero lo redime; no cura la herida, pero le da sentido. Aquel gesto de la pareja —apostar por la creación en medio de la pérdida— me pareció de una valentía suprema.

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El resultado fue El enemigo (2008). Una de esas películas que se clavan en uno y se quedan. Lo confirmé tres años después, en ese viaje de Valencia a Caracas, cuando el propio Luis Alberto Lamata, el hombre de los seis dramas históricos, de la telenovela, de la comedia musical taquillera y del rigor impecable, me contó en persona esa historia íntima. También hablamos del país, de festivales, de la crítica (a la que respetaba como ejercicio necesario) y de la vida misma, que parecía fluir en aquella autopista como si también fuese cine.

Hoy, que Luis Alberto Lamata ha muerto en Caracas a los 65 años, uno se da cuenta de lo breve que puede ser una carrera en un oficio que, en teoría, permite trabajar hasta el último aliento. El cine venezolano es ahora un poco menos porque él ya no está, pero también es más porque nos deja un legado ineludible. Nueve películas, libres todas, generosamente colgadas en un sitio web que funciona como archivo, como gesto pedagógico, como ejemplo. Lamata fue, además de director, un cuidador de la memoria. https://peliculasluisalbertolamata.com/

Lo vi por última vez en noviembre de 2023, a dos meses de dejar Venezuela. Coincidimos en un pasillo de la Biblioteca Nacional: yo con mis dos hijas —la menor haciendo travesuras—, él rodeado de su equipo, rumbo a una reunión. Me reconoció, se detuvo, nos dimos la mano. Fue apenas un instante, uno de esos encuentros que parecen triviales pero que luego el tiempo revela como despedidas disfrazadas.

Hoy la muerte, ese enemigo íntimo, siempre impensable, se lo lleva. Y, sin embargo, lo devuelve en otra forma: en las películas que hizo, en el gesto generoso de liberarlas para todos, en la memoria que sembró sin pedir permiso. Lamata ya no está en la carretera, pero nos dejó el mapa. Y eso, en una época donde es normal extraviarse, es un regalo inmenso.

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