Con el cine comenzamos a hablar
Escrito por Rodolfo Izaguirre   
Domingo, 13 de Abril de 2025 02:18

altLo que más amo del cine venezolano es su pasión por el país.

El verdadero protagonista de nuestras películas no es -como podría pensarse- el actor o la actriz que aparecen en el filme, sino ¡el país! El cine venezolano ha sido constantemente el asomo, el encuentro, la presencia del país. Hubo un momento, incluso, en los años setenta y ochenta en que todo parecía un juego pirandelliano: unos cineastas en busca de un país para contar y un país en busca de un autor cinematográfico que fuese capaz de expresarlo, de inventarlo o revelarlo. El hecho es que todos nuestros filmes de ficción, todo nuestro cine documental, constituyen una buena aproximación a lo que somos o pretendemos ser. Lo que más admiro es esta vocación de nuestros cineastas; esta suerte de  apostolado, de martirio, de permanente acto suicida al tratar de expresarse con recursos limitados, en medio de una cultura de la pobreza, en un país cada vez mas banalizado, humillado y avergonzado por sus gobernantes en el que la sensibilidad y la actitud creadora importan poco.

Con el tiempo aprendí a valorar del cine venezolano su capacidad para sobrevivir al desamparo, pero también he aprendido a reconocer sus hazañas y a amar sus desafueros y desatinos. Lo hizo Luis Armando Roche con su primera película El cine soy yo, 1975, estupendamente revitalizada gracias a Marie Francoise Roche y proyectada en un festival en honor a Luis Armando. Un filme visionario porque Luis Armando pone a viajar por el país a un improvisado proyeccionista de cine (Asdrúbal Meléndez) sobre un camión disfrazado de ballena y explora todo el país venezolano, pero con una mirada de desolación como si nosotros mismos fuéramos  el cine y visitáramos la miserable situación actual venezolana bajo el socialismo bolivariano. El cine soy yo se convierte en un filme vigente y esclarecedor. Y al final, la ballena que es la poesía, el arte, la cultura es secuestrada por unos políticos desalmados.

¡Volvamos atrás! Mientras John Ford, estrenaba en l935 The Informer, Fritz Lang rodaba Fury y William Wyler adaptaba al cine The Children’s Hour, la pieza teatral de Lillian  Helman; un venezolano, Héctor Cabrera Sifontes, en Nueva York, estaba alquilando el Gran Salón del Waldorf Astoria, considerado entonces (y todavía hoy) como un hotel de fábula para rodar allí la secuencia final de la película Joropo. Todo el elenco -en su mayor parte, venezolanos exiliados del gomecismo-, vestido de rigurosa etiqueta: frac o smoking los hombres y traje largo las damas, joropeó patrióticamente el «Alma llanera» y cantó con Lorenzo Herrera la guasa «El Norte es una quimera» en una contundente demostración, de acuerdo con la película, de que nuestra música y nuestros bailes habían conquistado finalmente el duro corazón de la metrópoli.

Otro prodigio fue haber visto a la opulenta actriz argentina Gilda Magdalena emerger de las aguas esmeralda del mar Caribe en Al sur de Margarita, 1954, de Napoleón Ordogoistii, con el maquillaje intacto, el pelo de peluquería, las enormes pestañas postizas y ella totalmente seca, tal vez con alguna que otra gota, como de rocío, sobre sus hermosos hombros. Luego, en un momento de intenso lirismo que hoy no sé si fue verdad o si lo estoy inventando, un momento que solo pertenece a la imprecisa verdad de los mitos, decisivo para dilucidar aquella elemental historia de dos hermanos que se disputan el amor mortal de una mujer fatal, y roba uno de ellos, las joyas de la corona de la Virgen del Valle, Aldo Monti habla claro a Gilda y manifiesta abiertamente sus sentimientos: la vida ruda e incierta de hombre margariteño que ella tendrá que compartir.

Es cuando comienza a escucharse en aquel descampado una rara música de violines como si nos encontrásemos allí con Mantovani, con Melachrinos, Guy Lombardo o con «Dinner in Caracas», de nuestro Aldemaro Romero, músicos de aquel tiempo. Cuando la música alcanza su más exquisita plenitud, Gilda Magdalena, arrobada, mirando a su hombre a los ojos, en uno de los instantes más gloriosos, culminantes e irrepetibles del erotismo cinematográfico universal, dice: «No importa, José Francisco, sarna con gusto no pica!».

Hay que agregar, además, que esta película era la segunda versión que el propio Ordogoistii hacía de su novela Abismos azules, pues nueve años antes había realizado con mucha semejanza Dos hombres en la tormenta.

Solo el cine venezolano es capaz de repetir una hazaña de esta magnitud, repetir el mismo desatino, es decir, tropezar dos veces con la misma piedra o mejor dicho: ¡precipitarse dos veces a los mismos abismos azules!

Pero adoro también otra circunstancia igualmente única y portentosa: el cine sonoro adviene en Venezuela justo en el mismo año 28 en que aparece vibrante la democracia confundida con los jóvenes de la Generación del 28, el momento en que el país comienza a hablar porque el único que podía hacerlo era Juan Vicente Gómez y lo que decía era «Ajá» o «Vea, pues» o «Cómo le parece». De allí que fuese el general Eleazar López Contreras, en la transición de la tiranía hacia la democracia, quien en un noticiero cinematográfico habló por primera vez ante las cámaras del cine para estupor y admiración de unos venezolanos que emergían de un largo y oscuro silencio y veían y escuchaban también por primera vez a quien los gobernaba y lo llamábamos «el ronquito» De tal modo que no solo fue el cine el que comenzó a hablar sino ¡el propio país!  Una experiencia histórica que no ha conocido ninguna cinematografía en el mundo.

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