De una parábola
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj   
Lunes, 19 de Agosto de 2024 05:20

altHabía mesada para una sola actividad sabatina y, aunque fue la película de moda en la remota adolescencia,

la intuición me llevó a retarlos a probar el tránsito por el llamado túnel del terror que estaba en el parque de ya no recuerdo dónde, convenciéndolos finalmente. Más o menos concurrido, nos adentramos en la obscuridad de apenas una tenue y balbuceante luz, previendo que nos espantaría cualquier cosa.  

Horroroso era el sonido de un equipo que fácilmente se deducía defectuoso y baratón, o el precio de la entrada tan cara para quince minutos de caminata. Uno de mis compañeros era el malvado del  curso, un gigantón temido en los recesos, pero – extraño – un estudiante regular que pudo ser brillante quizá de contar con una mayor atención en casa, un cultor del terrible disco-music que realmente gustaba de Dimensión Latina; y, el otro, quien siempre tiraba la piedra y escondía la mano, casi literalmente cuando había paro en el liceo, doblaba la voz y le decía fea a alguna jovencita que pasaba cerca.

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— Deja la vaina, que si tiene novio y no lo viste, tendrás que caerte a coñazos tú solo…  

Qué Edgar Alan Poe y qué 8/4! El ambiente de terror era propio de las películas de Drácula y las risas macabras un casette de gritos en casa.  

— Esta vaina es un faull y mejor nos hubiésemos ido al cine. Quizá ahí me hubiera encontrado a la gevita de la sección C.

— ¡Y al novio, pajúo!

Proseguimos, decepcionados. Se veían las cuerdas de los muñecos que repentinamente caían y rocheleamos hasta que, faltando cinco minutos para salir, en una curva que no se veía nada, se atravesó un gorila que nos agarró distraídos.

— ¡Coñoooooo!, gritó el gigantón echando un paso hacia atrás mientras el gorila manipulaba la linterna tratando de imitar a un … gorila. . 

El otro compañero se cayó y levantó lo más rápido posible, mudo. El gorila completaba su rutina, mientras que el susto que me llevé se tradujo en inesperado ataque de risa, porque no creí que los compañeros sufrieran un súbito, inmenso y vergonzoso miedo, semejante al mío que demasiado pronto lo ahogó la burla. 

Al gigantón le dio pena la situación y trató de reivindicarse agrediendo al gorila.

— ¡Coño, gorila, que pajúo eres! ¡Tu no asustas a nadie!

— ¡Claro que sí, te cagaste!, dijo el otro compañero.

El gorila se ríe para seguir con su faena, pero el gigantón le dio una patada por el rabo.

— ¿Qué te pasa carajito de mierda? 

Prendió la linterna y se quitó la careta.

— Se me van de aquí, porque estoy trabajando. 

— ¡Sácame!

— No quiero problemas, carajito. Tú no aguantas una mano.

Encendió la luz, pues, estaba cerco el interruptor. Mis compañeros salieron corriendo. 

— ¿Y tu güeboncito, no vas a correr?

— ¿Para qué?, ¿me vas a caer a coñazos? ….Entonces, nos caeremos a carajazos, le dije con una gigantesca cagazón al carrizo que tendría unos veinte años, más alto y fornido que el suscrito. 

Los compañeros comenzaron a gritar ¡gorila, mariquito!, desde la salida del túnel. Pero él se puso la careta, apagó la luz, seguí mi camino y. al final,  nos largamos del parque. Nada difícil de imaginar, la chapita duró semanas con el gigantón. 

Muchachos pendencieros que nos reencontramos una pila de años después, nos reímos y, al mismo tiempo, nos dio vergüenza.  No sé por qué lo recuerdo por estos días.


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