Alegría de Briceño Iragorry
Escrito por Francisco Javier Pérez   
Lunes, 21 de Septiembre de 2009 06:21

alt" Vigorosamente guarnecidas y vigiladas por el ojo militar pueden estar nuestras costas. Ello no obsta para que los marinos de ocupación sigan entrando. Y sigan siendo alabados por los pitiyanquis. Su derrota y expulsión es problema de realidad. Necesitamos una vigilante actitud que nos permita detener el paso a estos festivos intrusos. Cerrar una fila de conciencias que ni se abran a los halagos fáciles ni se dejen rendir a los cantos de sirena. De otra parte, mirar hacia una tierra que pierde, por el abandono, su alegría salvadora. Lo que nos da su entraña opulenta, convertirlo en riego, en máquinas y abonos que hagan cuajar y multiplicar las diversas cosechas con que abastezcan las industrias y mercados. Nuestro petróleo y nuestro hierro, retornarlos a la tierra en ferrocarriles, en diques, en tractores, en molinos que aumenten la verdura de un suelo que pierde, por la sed y el abandono, la alegría antigua. La antigua alegría de las tierras cultivadas por hombres libres".

Con estas palabras, escritas en 1952, pone fin Mario Briceño Iragorry a uno de sus trabajos más palpitantes: Alegría de la tierra (Fundación Mario Briceño Iragorry, 1983). Autor de libros perdurables, éste lo será superlativamente, pues ha nacido valiente y libre para atacar lo que debe atacarse y para celebrar lo que debe celebrarse en ese hacer venezolano de vida y espiritualidad que quería como el que más para el país.

La obra toda resulta saeta mortal en contra de la estirpe extranjerizante y caricia benéfica a favor de las mejores siembras criollas de vida y cultura. Asume el pitiyanqui nómine para lacerar todo intento por restar nobleza a la tierra y a sus gentes, a sus costumbres y modos, en detrimento de una presencia de interés, peculio e insolencia del foráneo imperialismo comercial; puro asunto de explotación y mercancía. Combates del espíritu que se reflejan en la pasta vil e interesada de hombres que don Mario no quiere en su visión del país.

Tiempo, muy parecido al de hoy, de insanos oportunistas, lo cuestionará con verbo doliente y acre. Tierra, yerma y abandonada, que con tristeza sin fin terminará calificándola de hereje, en el último de sus escritos.

El fragmento hace de estos planteamientos venezolanistas norte y guía. En vez de dejar que reine sólo la pugna y la crítica, invoca la alegría de la tierra como la mejor forma de salvación.

Antídoto contra el mal, retornar nuestras riquezas a la tierra misma, convertir la renta en riego vivificador y agrupar las conciencias en contra de la entrega insana al pillo de afuera.

Poco o nada de esto se logró en el pasado y nada y poco se logra en el presente, muy a pesar de los falsarios cacareos. Teman estas ideas, señores detractores de don Mario, y tiemblen al leer sus palabras de fervor patriótico.

Así pues, los cambios inauténticos no hollarán los caminos. Los nombres idos volverán. Los idolillos de barro sucumbirán al primer aguacero. Las heridas al cuerpo no dañarán el acero del espíritu. Las mezquindades no podrán acabar con la grandeza. Se le podrá irrespetar con tristes mentiras, pero allí está con nosotros para siempre y, gracias a él, su alegría salvadora que nos vivifica por encima de los falsos, de los embusteros y de los perversos.


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