Calles rotas y asertivas
Escrito por Alirio Pérez Lo Presti | X: @perezlopresti   
Miércoles, 24 de Julio de 2019 07:33

altHoy en día, con despertador o sin él, me despierto cada día de mi vida a las cinco de la mañana.

Esa costumbre la cultivé en los tiempos en que viví en la caótica ciudad de Caracas de los años noventa del siglo pasado. La ciudad, sin saberlo, iba directo a un terreno que muchos consideraban impensable, como pasa con esas situaciones en las cuales a pesar de que se intuye que va a ocurrir algo malo, no se hace lo posible por evitar que pase. En ese tiempo tenía que estar en el Hospital Vargas para la revista de las siete de la mañana y saberme de memoria la historia de cada uno de los pacientes. Entonces no era a las cinco de la mañana sino a las cuatro, la hora en que ya debía estar despierto. 

 

Abro lo ojos, me acerco a la cocina y enciendo la hornilla en la greca alemana que suelo llevar conmigo. Me conecto con alguna lectura de rigor y a las cinco y media ya estoy haciendo un poco de caminata, luego de haberme tomado casi medio litro de café. Hay un culto por esta rutina que deja de ser repetitiva para transformarse en el movimiento inicial de lucha con el cual comienzo a lidiar con el día.

Pocas cosas sencillas generan tanto deleite como el aroma de un buen café bien temprano en la mañana. Es un canto de alegría en el presente y una evocación a lo mejor que he vivido. El olor del café siempre ha estado en lo que recuerdo de vida, sea porque se toma el café por el puro gusto de hacerlo o porque es la eterna compañía de las grandes jornadas en las cuales hemos conquistado logros propios de la existencia. 

A las siete parto a oscuras, a dos grados bajo cero y con una fina lluvia de invierno, que me termina de despertar. Siempre habiendo tomado un buen desayuno y un baño de rigor, las rutinas que voy construyendo son espacios de confort que se van generando bajo la premisa de que a la vida la tiende a regir un extraño principio de incertidumbre, que de tanto exponernos al mismo, no solo se nos hace cercano, sino francamente natural. 

En el trayecto al trabajo, que es una larga caminata matutina, con frío y a oscuras, mi cabeza no para de darle vueltas a ciertos asuntos propios del hecho de respirar y voy tejiendo el contenido de los textos que he de escribir, las ideas que habré de expresar, los trabajos que podré publicar y las deudas que me faltan por pagar. Todo en uno, porque a fin de cuentas somos parte de un sistema dentro de otro subsistema, que a su vez lo arropa otro y así hasta lo inasible. 

Comienzo la consulta a las ocho de la mañana y a eso de las diez debo dar una disertación pública sobre la ‘asertividad. Mañoso con las palabras, trato de simplificar al máximo la posibilidad de definir la esencia de ser ‘asertivo’ y termino en un callejón sin salida: La asertividad es el arte de ceder para avanzar. 

¿Qué son las relaciones interpersonales? ¿Cuáles son los principios que rigen las dinámicas entre la gente? ¿Cómo hacer para mantenerse en un estrecho equilibrio que pueda minimizar las conflictividades interpersonales propias de la vida diaria? ¿Cómo confiar en los desconocidos que nos rodean cada día de cuando algunos de ellos toman decisiones o hacen cosas que nos cambian? Más o menos de eso hablaba a las diez de la mañana de un lunes cualquiera tratando de explicar que es imposible no ceder ciertos espacios para alcanzar otros, lo cual es la base de la vida en sociedad. 

Dialogamos para tratar de entendernos (aunque eso no sea posible, por lo menos hacemos el intento), y negociamos ciertas actitudes o cuotas de poder para alcanzar otra cuota y sin esta dinámica ilimitada, en la cual se cede en algunas cosas para avanzar en otras, no existiría el gregarismo ni los grupos de pares. Se es civilizado en la medida que somos capaces de entendernos y bárbaros cuando no podemos dirimir las diferencias sino a través del aplastamiento del otro. El arte de ceder para avanzar es la esencia de lo grupal. Desconocerlo es quizá una manera de asumir el aislamiento y la intolerancia como forma de conducirse y malvivir. 

El centro del universo para el ser es el ser;de ahí que la percepción de las cosas es siempre distorsionada y habrá tantas interpretaciones como posibilidades de interpretar surjan y en ese enredo que es la existencia de los hombres en pareja, familias, grupos, sociedades se van generando una serie de identidades. Existe una identidad personal, como una identidad familiar, una identidad grupal y por supuesto una identidad social. Se van generando sistemas dentro de otros sistemas o a la par.

¿No es la vida un intento dificultoso por alcanzar un equilibrio emocional que nos permita existir de manera más o menos estable? ¿Cómo puede existir una criatura cuyo ímpetu la induce a romper el equilibro una vez alcanzado? En la frente tengo la marca de pertenecer a una sociedad que se autodestruyó sin necesidad. Siempre esa cicatriz lo convierte a uno en una curiosidad humana y a la vez en un singular ejemplo de cómo reinventarse para seguir adelante. 

 


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