¿Derecho a la crueldad? |
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
Martes, 14 de Octubre de 2025 00:00 |
“La libra de carne que exijo me ha costado cara. Es mía y la tendré. ¡Ay de vuestra justicia si me la negáis! Las leyes de Venecia no tendrán valor…” William Shakespeare / “El mercader de Venecia”.
Basado en el cotejo con una lógica de la compensación propia de las relaciones fiduciarias, contractuales y comerciales, Nietzsche denunciaba con verbo artero la tentación a abrazar cierta equivalencia entre dos cosas imposibles de medir: el perjuicio y un sufrimiento. Decidido a desmitificar el relato del cristianismo, este orate iluminado no cesa en su afán de desmenuzar lo que pudiera sonar perturbador, pues hurga en las más oscuras ciénagas de lo humano: “Al acreedor se le concede, como restitución y compensación, una especie de sentimiento de bienestar -el sentimiento de bienestar del hombre a quien le es lícito descargar su poder, sin ningún escrúpulo, sobre un impotente, la voluptuosidad de faire le mal pour le plaisir de le faire”: hacer el mal por el placer de hacerlo. La sustitución -sigue Nietzsche- ya no implicaría un bien material, sino un sufrimiento que reporta placer a quien lo inflige. De este modo se obtiene una suerte de licencia, la invitación a hacer un mal que no desembocará en arrepentimiento: “La compensación consiste, pues, en una remisión y en un derecho a la crueldad”. Esto, según la lectura de Derrida, haría de la restitución una suerte de “reembolso psíquico”, un medio de pago al acreedor que le otorga el permiso, el “derecho” a ejercer la violencia sobre otro. “Derecho a la crueldad” como goce de ejercer la violencia: goce de ejercer el poder, goce de ejercer la soberanía sobre el deudor o la deudora. He allí el cobro de la libra de carne más cercana al corazón que Shylock, epítome shakespeariano de la venganza, reclama para sentir que su humillación ha tenido apropiado desagravio. Sin ánimo de secundar lo que a veces pinta como brutal exaltación, toca admitir que la disertación de Nietzsche se acomoda al molde que proponen ciertas corrientes políticas en la actualidad, desprovistas de esa compasión que el mismo autor rebajaba por ser expresión, según dice, de “blandura patológica”, de la voluntad de la nada. La compasión -espeta Nietzsche- es fuerza reactiva que debilita y condena la vida, “un insulto y un peligro para nuestros antepasados. Ellos, en cambio, prosperaron en la crueldad. El comportamiento humano estaba impulsado (y todavía lo está) por la crueldad, no por la compasión”. (El amanecer: Reflexiones sobre los prejuicios morales, 1881). “El mundo es del que actúa, no del que juzga” … “Hay mas orden en lo tiránico que en lo desabrido”. Junto con imágenes de seres humanos infligiendo daño a otros seres humanos sin que tercie el disimulo ni la ahora malquista “corrección política”, frases como estas llenan los intercambios en redes sociales. Suerte de aval de esas retóricas de la intransigencia de las que hablaba Hirschman, la crueldad, más que euforia momentánea, “parece ser el principio organizador central de la política hoy", afirma el académico estadounidense-canadiense Henry A. Giroux. Vemos, pues, cómo el fenómeno trasciende las barreras del lenguaje, las de la inaugural violencia simbólica y la palabra deshumanizadora para adentrarse en los terrenos de una acción política divorciada de responsabilidad. Los justificadores de tales derivas no escasean. En su libro "Nie zweimal in denselben Fluss" ("Nunca dos veces en un mismo río", 2018), por ejemplo, Björne Höcke, líder del partido Alternativa para Alemania (AfD) en Turingia, afirmaba que la política necesita "cierta dosis de crueldad". Entonces "no siempre se pueden evitar las penurias humanas y las escenas desagradables”. Lo anterior aplicaría, de hecho, en el caso de los migrantes, diferenciados de los alemanes originarios (o del Volk, pueblo) a partir de un concepto nacional étnico de ciudadanía. La distinción, remitiendo a las mismas etiquetas usadas por el III Reich, no pasa desapercibida. No nos engañamos, claro está, ante el hecho cierto de que la crueldad ha sido parte de la propia historia de la humanidad, de la propia génesis del Estado y las dinámicas de poder, en tanto derivación de la violencia absoluta. Las guerras suelen ser semilleros donde prospera la “parte maldita” de la violencia: pura gratuidad, disfrute, desmesura, cosificación, un “plus” sin utilidad calculada que da paso a la “desocialización completa del sujeto, reducido a su animalidad” (Michel Wieviorka, 2005). Una especie de narcótico que permite al perpetrador librarse de la culpa-responsabilidad política de la que habla Weber, y llegar así hasta el final de sus actos (lo opuesto a la solicitud de perdón que hacía el verdugo a la hora de descabezar a reyes y reinas). Un proceso que, a su vez, implica la necesaria “animalización” de la víctima. La historia, sin embargo, ha dado también fe de la lucha contra esa barbarie intrínseca que toca domesticar y que sobrevive, paradójicamente, a expensas de la civilización. El Estado de Derecho, las formas de la legalidad y de despersonalización del poder que refrenan el estado de naturaleza hobbesiano y ponen coto, incluso, a la racionalidad instrumental de la violencia, surgen precisamente para ahogar la manifestación de esa pulsión, la crueldad desplegada por placer. En medio de la interdependencia global y la lógica de la universalización de los derechos humanos, ni siquiera la guerra escapa a los afanes consensuados de tal regulación. No sorprende, claro está, que los aficionados a las prácticas autoritarias se retuerzan ante el impedimento racional-normativo. De allí que, tras empantanar esos espacios de conversación que fundan el sentido de comunidad, tras triunfar en el intento de librarse de contrapesos que impugnen la cultura de la retaliación, se permitan exhibir niveles de saña desconcertantes. Eso contempla, por cierto, desplegar espectáculos de pirotecnia en centros de detención donde la disidencia es sometida a los tratos más inhumanos y degradantes. O cazar, cual animal de presa, a quien es designado como el enemigo existencial de turno. O justificar la eliminación de dicho enemigo sin que medie explicación, presentación de evidencias ni sometimiento alguno a protocolos como el debido proceso o la presunción de inocencia. Lo inusual, es todo caso, es que tales acciones cuenten con la venia de vastas audiencias, eso que Walter Benjamin bautizó como la “secreta admiración” del pueblo por el gran transgresor… ¿Se normaliza acaso la crueldad de la turba, propia de los circos romanos; esa violencia fundadora del poder soberano avalando los “momentos terroríficos”, tal como se naturalizó el “ojo por ojo” en medio de la disfuncionalidad de las revoluciones y guerras de otros siglos? Justo por esa exhibición de fuerza sin controles, esa sádica recaudación de la “libra de carne” que las redes replican en tiempo real -y que no pocas veces ayudan a legitimar- toca hacernos estas preguntas. Esta patología prepolítica que, según Derrida, “procede de la noche del inconsciente”, atenta contra los precarios equilibrios que la dupla razón-compasión también ha ayudado a construir durante siglos. La “catártica” invocación del derecho a la crueldad, en fin, no nos librará del horror de su tozuda reproducción.
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