¿Mentiras purificadoras?
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 11 de Noviembre de 2025 00:00

altSe ha dicho hasta el cansancio: no son tiempos proclives a los equilibrios.

La división seduce, crea rentables nichos de mercado, agrupa y aparta a los individuos, los hace sentirse cómodos bajo la acrisolada ala de sus tribus. La palabra pierde valor como transmisora de certidumbres e instrumento insustituible para el entendimiento, y muta en arma arrojadiza. Reformistas, defensores del cambio progresivo y habitantes del “dorado medio” acaban vetados por eso que Enrique Krauze llama “el imperio de la pureza”; cuna de ese fervor que en política suele estar lleno de patologías, y que no pocas veces remite a la locura iconoclasta de Savonarola. Es cierto, como también dice Krauze, que la pureza, lo opuesto a la descomposición, parece una condición deseable en el mundo físico. Pero en el mundo de la política ese reclamo puede convertirse en una obsesión bastante ajena a su humana, imperfecta naturaleza.

Sí: al tanto de esa situación e inmersos en un contexto informativo cuyo caos, como apunta Daniel Innerarity, tiende a confundir y desorientar, habrá que admitir que la distorsión de la verdad no es ajena a la praxis del poder. Ya lo hemos mencionado: la verdad, en tanto noción absoluta, nunca se ha llevado demasiado bien con la política (Arendt), con su mundano pragmatismo, con su necesidad de arreglos sobre la base de la opinión consensuada. A eso hay que añadir que la verdad pocas veces ayuda a resolver desacuerdos o proporciona soluciones evidentes para los problemas políticos, como también observa Innerarity. O que, en tanto oficio emparentado con el espectáculo, el del político difícilmente puede desprenderse del disimulo como método, de la exageración, del ocultamiento. Platón llegó a hablar de la "noble mentira" y Maquiavelo del “mal menor” en aras de un propósito mayor, como la manipulación del oráculo que hizo Temístocles para convencer a la asamblea ateniense de enfrentar a los persas en el mar, su ardid para embaucar a Jerjes y lograr la victoria en Salamina. “Nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de las elecciones”: frase que, atribuida a Otto Von Bismarck, ilustra una realidad que parece seguir vigente.

Persuadir a otros para que endosen un proyecto no necesariamente avalado por la ética de la responsabilidad o la conveniencia del colectivo; obtener un beneficio, no aceptar una responsabilidad, eludir una tarea demasiado compleja o costosa, alcanzar notoriedad. Las motivaciones de los políticos para mentir no siempre se libran de la vanidad, la mezquina compulsión de reconocimiento, el compromiso irracional o la negligencia. Al mismo tiempo, no podemos subestimar acá un incentivo jugoso: lo fácil y barato de esa práctica dolosa en tiempos de crisis, cuando las mentiras tranquilizadoras se venden al por mayor. Igual que en la esfera personal, el engaño puede verse en estos casos como intervención incluso piadosa. Pero al convertirse en columna vertebral del discurso político, advierte David Lorenzo Cardiel, “cuando la deshonestidad permea en el ánimo colectivo, la inestabilidad política y la tragedia afloran”.

Basta revisar la lista de daños para recelar de la eficacia de tales hábitos. Casos como el ocultamiento de información tras la explosión de la central nuclear en Chernóbil, el 26 de abril de 1986, que expuso a millones de personas en la URSS y el resto del mundo a las consecuencias mortales de la radiación; o el intento de encubrir los emplazamientos de misiles soviéticos en Cuba con lonas, redes, pintura y barro, lo que desembocó en la famosa crisis de los misiles en 1962. O las mentiras basadas en el miedo y el odio al pueblo judío difundidas por la propaganda del nazismo, e impuestas a través del terror y la manipulación masiva. Mentira organizada, mentira totalitaria, como la que describía Arendt.

Pero además habría que mencionar ejemplos de polémicos Secretos de Estado como los que involucraron la participación política y militar directa de Estados Unidos en Vietnam, desde 1945 hasta 1967. La ayuda a los franceses en su ofensiva contra el Viet Minh y el plan de Lyndon Johnson para una guerra abierta, un año antes de que esta se hiciera pública, fueron algunos de los datos y nombres que salieron a la luz gracias a la filtración de los Papeles del Pentágono publicados por el New York Times en 1971: Truman, Eisenhower, Kennedy. En similar sentido, resalta el escándalo de corrupción de Watergate expuesto por el Washington Post, que hizo que en 1974 Nixon se convirtiera en el primer presidente de EE.UU. en dimitir.

La catastrófica lista no acaba allí. Imposible olvidar las supuestas pruebas que recabó la Inteligencia norteamericana sobre las armas de destrucción masiva en Irak (evidencias "más allá de toda duda", afirmó en 2002 el Primer ministro inglés, Tony Blair) para justificar la intervención. Con una opinión pública dividida, la estrategia recibió impulso emotivo adicional gracias al testimonio de Nayirah, la niña kuwaití que denunció las atrocidades de invasores iraquíes en su país: testimonio que, según reveló una investigación de Amnistía Internacional, Humans Right Watch y periodistas independientes, fue preparado por una agencia de relaciones públicas en EE.UU. vinculada a la monarquía kuwaití. Nayirah resultó ser hija de Saud Nasir al Sabah, embajador de Kuwait en Washington. Al compendio de añagazas y encubrimientos con fines políticos podemos sumar las opacas informaciones oficiales que en 2013 cundieron en Venezuela a raíz de la enfermedad y posterior agonía del presidente de la República, Hugo Chávez. O las incontables fake news divulgadas por el presidente Trump I y II. Ante la presencia de buques de guerra en el Caribe y el aumento de tensiones entre EE.UU. y Venezuela, todo indicaría que los cada vez más exuberantes, incluso descosidos argumentos para justificar una intervención militar en nuestro país tampoco se libran de sospechas respecto a su autenticidad o su “popularidad” entre votantes estadunidenses.

Algo preocupa especialmente: que frente a la validación cada vez más extendida de la mentira como recurso “legítimo”, como herramienta blanqueada por la “guerra justa” y la dificultad que eso alienta a la hora de distinguir entre lo verdadero y lo falso, la verdad empiece a dejar de ser considerada un valor. El Dios Grok, ubicuo y omnisciente (todo lo que permite una AI), no deja de ser invocado en conversaciones en las que todo se impugna, todo se desestima, hasta la evidencia más palmaria. Incluso así, el aferramiento al sesgo cognitivo es tenaz, inamovible. Una sociedad en la que el parecer está desplazando al ser, en la que un ciudadano impotente renuncia a la tarea de pedir cuentas a los políticos, es una puerta permanentemente abierta a ese relativismo dispuesto a sacrificar cualquier norma.

La paradoja de la pureza apelando a métodos impuros es llamativa, en fin. Es cierto que la política debe brindar esperanzas (¿promesas que pudieran ser irrealizables? ¿bocetos de un futuro siempre impreciso?), y que eso no deja de ser necesario. Pero que demagogos y populistas inescrupulosos a lo largo de la historia hayan trivializado el discurso público con consecuencias calamitosas, debería alertar a quienes parecen sentirse cada vez más cómodos con la distorsión instrumental de los hechos. El riesgo de la adicción a la mentira patológica siempre acecha.


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