Venezuela entre la Fe y la Democracia |
Escrito por Freddy Marcano | X: @freddyamarcano |
Martes, 14 de Octubre de 2025 00:00 |
La unidad, entendida como acuerdo en lo esencial, se convierte en la base moral y estratégica de todo proyecto democrático. No se trata de uniformar el pensamiento, sino de ordenar el propósito nacional en torno a valores compartidos. Cuando los liderazgos se encierran en su propia visión y los partidos se transforman en islas, el país se fragmenta no solo políticamente, sino también espiritualmente. Toda sociedad que busca rehacer su democracia necesita reencontrarse en el sentido común y en el respeto a la diversidad. La historia enseña que los sistemas políticos se fortalecen cuando los adversarios saben distinguir entre el enemigo y el competidor; cuando la política deja de ser un campo de destrucción mutua y vuelve a ser el espacio para el entendimiento. El diálogo no es un signo de debilidad, sino de madurez nacional. En Venezuela, las diferencias han sido muchas, pero el drama no radica en la pluralidad, sino en la incapacidad de convertir esa diversidad en fuerza común. Lo que el país requiere no es una alianza de conveniencia, sino un acuerdo de responsabilidad. Las democracias sobreviven cuando sus actores políticos logran coincidir en principios básicos, incluso cuando discrepan en los métodos. Esa es la esencia del equilibrio republicano: reconocer que ningún proyecto puede sostenerse si se levanta sobre la negación del otro. En medio de la crisis y el cansancio social, el país ha recibido señales que evocan la posibilidad del reencuentro nuevamente. La canonización de dos santos venezolanos ha conmovido a la nación entera, no solo por el significado religioso, sino porque representa una oportunidad para reconocernos como pueblo. En tiempos donde todo se politiza, ese hecho nos recuerda que hay espacios donde la identidad trasciende las divisiones y el sentimiento colectivo supera las fronteras ideológicas. Es la expresión de una fe que une, mientras la política insiste en separar. A la vez, el reconocimiento internacional a una preminente figura política venezolana con el Premio Nobel de la Paz ha despertado un eco que trasciende nombres y preferencias. Más allá del impacto mediático, el mensaje que envía al mundo es el de una causa civil y pacífica que ha resistido con dignidad. No se trata de premiar individualidades, sino de valorar la persistencia de un pueblo que, pese a la adversidad, ha seguido creyendo en la vía democrática, en la palabra, en el voto y en la libertad. Es justo saludar ese hecho con la esperanza de que contribuya al restablecimiento de la democracia, al respeto pleno de la voluntad popular, a la libertad de los presos políticos y al reconocimiento efectivo de los derechos humanos en Venezuela. Ambos acontecimientos, distintos en su naturaleza pero coincidentes en su simbolismo, nos interpelan sobre lo que somos y lo que podemos volver a ser. En ellos se expresa la idea de reconciliación: la posibilidad de unir lo espiritual con lo político, lo individual con lo colectivo, lo nacional con lo humano. Nos invitan a pensar que el país todavía posee reservas de fe, talento y conciencia cívica suficientes para superar la oscuridad. Pero la unidad no renacerá del azar ni del cansancio. Será fruto de la convicción, del esfuerzo y de la madurez ciudadana. Implica asumir que ningún sector podrá por sí solo reconstruir lo destruido, y que la reconstrucción no comenzará en las cúpulas, sino en la conciencia del ciudadano común que decide no rendirse ante la desesperanza. La unidad de criterio —esa que parte del reconocimiento de lo esencial— es el punto de partida de toda transformación política sostenible. La Venezuela posible nacerá cuando entendamos que el adversario no es quien piensa distinto, sino quien desprecia la libertad; emergerá cuando los partidos vuelvan a dialogar y conectar con el pueblo y surgirá fortalecida cuando la política recupere su sentido ético, sin temor a que sea perseguido o judicializado. No se trata de un sueño ingenuo, sino de la única vía para que el país vuelva a tener destino. Quizás ese sea el verdadero milagro que nos corresponde construir: el de una nación capaz de reencontrarse en la pluralidad, de reconciliar sus heridas y de hacer de la unidad un acto consciente de justicia y esperanza. Solo entonces la palabra democracia volverá a tener significado, y la República, sentido de permanencia.
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