Un reciente trabajo de Semuhi Sinanoglu, Lucan Way y Steven Levitsky (Can Capitalism Save Democracy?, Journal of Democracy, julio 2025)
ayuda a desmontar -otra vez- las perversas esperanzas de que sea el colapso producido por la asfixia financiera lo que promueva cambios políticos decisivos en países con regímenes autoritarios. Para los entusiastas de la máxima presión y sus milagros seculares, en fin, tampoco en este caso hay buenas noticias. El artículo sostiene que, lejos de azuzar movimientos con potencial democratizador, un sector privado débil tiende a socavar la democracia. La concentración de recursos en manos del Estado obstaculiza el desarrollo democrático, afirman los autores. “El control gubernamental sobre la economía proporciona a los líderes políticos poderosos medios para recompensar la lealtad y castigar la disidencia” … ¿acaso eso no suena familiar para venezolanos sumidos en las regresiones del Socialismo del siglo XXI? La tesis en cuestión evoca a su vez la célebre premisa que desarrolla Crane Brinton en su Anatomía de la Revolución (1938). La disección de las grandes mutaciones propias de esas “fiebres” sociales, estos des-órdenes que anticipan la sustitución drástica y súbita del grupo político dominante por otro distinto, lleva a Brinton a afirmar que ellas no fueron impulsadas precisamente por la acción de los “hambrientos y miserables”. El origen de revoluciones “populares” que se han emprendido en nombre de la libertad por una mayoría contra una minoría privilegiada, y que culminan exitosamente cuando los revolucionarios se convierten en la autoridad legal, tiene más que ver con la expectativa de mejora de las clases en ascenso que con las penurias y limitaciones materiales de los segmentos marginados. “Los hombres que hicieron la Revolución francesa obtenían una renta real cada vez mayor, tanto que todavía necesitaban mucho más”, observa Brinton. “Y, sobre todo… necesitaban mucho más de lo que un economista puede medir”. Tampoco puede hablarse de hambre o pobreza asfixiante “en la nueva Inglaterra de la ley del Timbre”, argumenta nuestro autor. Los primeros años de la década de 1770 fueron de prosperidad palpable, “hubo fracasos económicos y penurias en la América colonial, pero nunca pobreza de clase”. Incluso en la Rusia de 1917, “salvo la estrepitosa quiebra de la maquinaria de gobierno por causa de la guerra, la capacidad productiva de la sociedad en conjunto era, sin disputa, mayor que en cualquier otro momento de la historia rusa”. La exhaustiva labor de analogía y contraste arroja así un balde de agua fría a quienes armados de un debatible sentido común sostienen que son pueblos económicamente sometidos los llamados a protagonizar estos sacudones. “Claramente, nuestras revoluciones no se originaron en sociedades económicamente atrasadas; al contrario, se produjeron en sociedades económicamente progresivas”, en nítido auge económico. Sí: casi un siglo más tarde, podríamos decir que las conclusiones de Sinanoglu, Way y Levitsky siguen conectándose en muchos sentidos con el espíritu de aquellas reflexiones. Un sector privado fuerte y autónomo es esencial para la creación de una oposición robusta y una sociedad civil independiente, ambos elementos que promueven la resiliencia democrática. Al mismo tiempo, dicen estos autores, incluso los sectores privados ricos y poderosos en países de altos ingresos “pueden ser vulnerables a la presión gubernamental mediante la coerción regulatoria, lo que los hace potencialmente susceptibles a un retroceso democrático”. De hecho, la captura de las empresas por parte del Estado “representa la amenaza más directa para la supervivencia democrática”.
Aún conscientes del hecho de que la desigualdad, la concentración de poder económico en manos de unos pocos y el vaciamiento de la clase media ahondan la percepción de que el sistema democrático no está favoreciendo la inclusión (lo cual, por desgracia, se traduce en apoyos crecientes a populistas autoritarios y demagogos), los investigadores insisten en que un sector privado fuerte, menos vulnerable a la presión gubernamental, es clave cuando las prácticas autoritarias se convierten en una constante. Esto último adquiere particular relevancia en medio de la puja con sistemas abiertamente autoritarios. “Empresas privadas y sus empleados poseen la riqueza y autonomía necesarias para financiar a la oposición y promover una sociedad civil independiente... de hecho, excluyendo los petroestados, casi todos los países de altos ingresos con sectores privados grandes y diversos son democráticos hoy en día”. Estudios llevados a cabo en África, Europa del Este y América Latina sugieren además que la liberalización económica fue determinante en la promoción de la democracia en la década los 90.
Casos como los de África subsahariana ofrecen espejo extremo. Partidos opositores cada vez más pobres, sin fondos independientes, resultaron tragados por el peso del partido gobernante, obligados en la práctica a abandonar posturas beligerantes o críticas para sobrevivir. Por supuesto, una oposición que, al no poder depender de sus propios recursos, termina formando alianzas sustantivas con el gobierno y yuxtaponiendo intereses y convicciones para seguir operando, “ya no puede considerarse oposición”. La Rusia de Putin también destaca en ese sentido. Las investigaciones de la revista Novoe Vremya mostraban que, a finales de los 2000, la mayoría de los partidos rusos dependían del financiamiento del Kremlin. Esa influencia abrumadora “hizo prácticamente imposible el desarrollo de la democracia rusa”.
He allí un infeliz colofón que, en el caso venezolano, también reprochan sectores que apuestan a una rebelión provocada por la asfixia económica, pero cuyo origen y derivaciones no atinan a discernir. Debilitar a una sociedad civil ya suficientemente enflaquecida por la crisis no sostendrá el ánimo disruptivo ni aumentará su influjo, al contrario. El verdadero desafío para la oposición, en última instancia, es lograr que los esquemas de distribución de recursos se descentralicen, que se produzcan reformas a favor de instituciones inclusivas, no depredadoras, con funcionarios públicos independientes, a fin de lograr que el control gubernamental sobre la economía disminuya. Historias que ilustran el apoyo de los privados al PAN mexicano en 2000; a partidos que exigían el fin del régimen militar en el Brasil de la década de 1980; a la oposición que liderada por Mwai Kibaki derrotó al partido de gobierno, la Unión Nacional Africana de Kenia en 2002; o al partido opositor que se alzó en Ucrania tras la campaña de Víctor Yushchenko en 2004, confirman que el estímulo a un sector privado cada vez más grande y diverso ayudaría a distribuir recursos “a lo largo del espectro político, generando músculo democrático”.
En materia del apoyo a movimientos de protesta antigubernamental, nos topamos con similar fenómeno. En el mismo caso de Ucrania, por ejemplo, y a propósito del estallido de la Revolución Naranja que siguió al fraude electoral contra el propio Yushchenko, el sector privado pagó “cámaras de vídeo para captar irregularidades y financió tiendas de campaña, calentadores, comida y gastos de viaje de los manifestantes”. Asimismo, el estudio destaca el desempeño de una sociedad civil y una clase media saludables, diversas y fuertes a la hora de proveer bases para “medios de comunicación robustos e independientes” o de brindar apoyo ético a las instituciones democráticas.
Una población depauperada, en fin, esa suerte de ejército famélico que algunos romantizan o instrumentalizan, luce seriamente limitada para enfrentarse políticamente a Estados autocráticos y depredadores. Colapsos y quiebres “revolucionarios” por obra de la presión foránea no entran en el menú de probabilidades, más cuando las políticas de sanciones internacionales sólo refuerzan el esquema de control centralizado que permite a los autócratas privar de recursos a sus oponentes. Contra la tendencia a imaginar salidas que dependen de la “mano invisible” de los aliados externos conviene anticipar que, sin una sociedad civil autónoma, abastecida para ofrecer contrapesos, la conquista y preservación de la democracia pintaría como otro globo sin aire.
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