Política, nación, justicia
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 25 de Marzo de 2025 04:31

alt“Cuando un sistema político solicita o se deja imponer un padre, podrá ser cualquier cosa, menos una democracia”.

Así de punzante es Manuel Caballero cuando, en su obra Rómulo Betancourt, político de nación (2004), se refería a la “lacrimosa actitud huérfana” de una sociedad llevada en distintos momentos históricos por la tentación de no actuar si no es bajo una protección paternal. En tanto actividad eminentemente humana, a la política en general y a la venezolana en particular le cuesta librarse de esas taras que la hunden en los lodos del paternalismo populista, de la sujeción a la figura del héroe y vengador, el “hombre fuerte” y su temple voluntarioso: ocurrió con Bolívar, Gómez, Chávez. La necesidad casi infantil de ser confortados, abrazados, contenidos cuando la incertidumbre compromete el presente y hace tremendamente opaco el futuro se vuelve una hoja de doble filo.

Pero volvamos al político de nación. Decíamos que Caballero se rebela contra el lugar común “entre perezoso y adulador” que la vieja maña criolla encajó a Betancourt, bautizado por muchos como el “Padre de la democracia” venezolana. Y lo hace porque considera que, lejos de ser un halago, es un insulto a la memoria del personaje al cual se pretende ensalzar. Betancourt, subraya Caballero, se subleva precisamente contra el paternalismo gomecista; lo cual no fue producto, por cierto, de una actitud individual, sino de un reclamo eminentemente social. “La convicción de esto último es lo que nos lleva a hablar de Betancourt como un ‘político de nación’, porque ambas cosas no son ni pueden ser características individuales, sino situaciones sociales”.

Queda bastante claro, pues, que Política y Nación son nociones que no pueden sino existir en dimensiones afines, descansar en cama común, del todo imbricadas. En términos éticos y más allá de la sola y carnívora lucha por el poder, la motivación del político se ata a una misión que también modela su impacto sobre su realidad más inmediata, y con la cual además está enteramente sintonizado. A santo de eso, apelemos de nuevo a García Pelayo cuando afirma que la Idea de la Política (1967) ha estado marcada históricamente por su naturaleza ambivalente. Por un lado, reina la tensión, el conflicto, una calidad antagónica “caracterizada por su intensidad máxima” y apoyada en la tríada lucha-poder-voluntad. Pero al mismo tiempo la política, intuida como paz o como orden, gira en torno a la búsqueda de Justicia. Un político dotado de un saludable apetito de poder pero del todo ajeno a la tríada paz-razón-Justicia, a esa ética que lo obliga a hacerse cargo de las consecuencias que sus decisiones tendrán en otros, es cuando menos un peligro para sus sociedades. Y sí, la historia ha sido próvida evidenciando las inquietantes secuelas de esa carencia. 

La reflexión de Caballero hace muy patentes estas consideraciones. Los políticos de la generación del 28 entran en la historia no sólo contagiados por esa necesaria ambición de poder. También lo hacen movidos por la convicción de que la nación que habitaban demandaba el desvelo por dotarla de paz, razón, Justicia, en el marco de lo que luego sería un moderno Estado Democrático y Social de Derecho. Alzados contra la potestad absoluta, la tiranía, “la negación de la política” -lo opuesto del vivere político maquiaveliano- son ciudadanos ellos mismos y creadores de ciudadanía, fundadores de la democracia representativa, motores de la naciente sociedad civil. Artesanos, además, de una nueva relación dialéctica con el adversario, una que ratifica la ruptura con la incivil lógica de la guerra que tantos destrozos provocó entre venezolanos.  

¿Qué papel juega entonces el sentido de nación en ese ejercicio? Si decimos “todo” quizás no exageremos. Sabemos que la moderna acepción de nación camina mucho más allá de la simple coincidencia de una población en materia de vínculos objetivos. No basta saber que se tiene un mismo lugar de nacimiento, un mismo lenguaje, una religión, una historia en común, que colectivamente se abrazan ciertas tradiciones y costumbres, ciertas creencias y mitos (aquello de lo que hablaba el nacionalismo historicista alemán, la noción biológica del Volk, el espíritu del pueblo o Volksgeist). Decir nación remite hoy, sobre todo, a elementos subjetivos que reafirman la voluntad de vivir juntos en presente, de entender el pasado como hito trascendente y aglutinador, de imaginar un futuro compartido. La nación, según Georges Bordeau, invoca la perennidad de ese ser colectivo que está en la base de la idea de comunidad. Sabiendo que el Estado sólo puede nacer de un esfuerzo nacional, “es evidente que corresponde al poder simbolizar y dar vida a esta cohesión”. Al depararle un marco territorial, entonces, los dirigentes inscriben el sentimiento nacional en el plano de la realidad concreta, pues, “¿de qué sirve que el territorio sea nacional si los corazones son apátridas?”

Esa convicción que articula a la nación cultural y la nación política está presente, sin duda, en este político de nación. Uno que ha entendido que la toma del poder es un hecho circunstancial y separado de la fe privada. En torno a esa certeza, una serie de actores al tanto del carácter colectivo de la actividad política, resuelve habitar temporalmente el “lugar vacío”, inocupable de la democracia (Lefort). Desde allí, asumiendo la coexistencia plural en el Estado, tocará atender la realización del bien común, convocar al conciudadano -como solía nombrarlo Betancourt- a ser partícipe en el diseño e implementación de políticas públicas ajustadas a las demandas y expectativas de la sociedad toda.

Un político de nación -no un patriotero lenguaraz, no un chovinista, no un redentor tendencioso- ha entendido que su acción no puede desprenderse de esos vínculos e intereses nacionales; de esa empatía, ese pacto irrenunciable con la identidad colectiva y la responsabilidad con el compatriota. En especial cuando, por causa de la injusticia y el abandono de la ley, el sufrimiento de este último se vuelve inadmisible. Las ideas del líder están destinadas por tanto a influir en el desarrollo de una sociedad específica que, siendo la suya, es también de muchos. Ideas que están indisolublemente casadas, a su vez, con la promoción de esa capacidad individual que potencia el entre-nos, la autonomía, la madurez política que hace falta para curar la tenaz adicción a la figura de autoridad. De ahí la decisión de eludir el “yo”, subraya Caballero, “pronombre distintivo de la egomanía de tiranos y antitiranos, y sustituirlo por el ‘nosotros’…” Y de ahí la importancia de esas moledoras de ego, los partidos políticos: instituciones claves en la tarea de domesticar el alma, los impulsos personalistas, y dotar al militante de razón práctica para encarnar la voluntad colectiva.

La nación, en fin, no es un simple accidente en la biografía del político. Es su signo y su marco de acción. La búsqueda de bien común encuentra en este caso un magnífico vehículo. Los liderazgos históricamente relevantes suelen serlo porque las sociedades identifican en ellos el empuje y la sensibilidad para generar cambios; transformaciones de fondo que resultan de imaginar ese destino compartido, de reconciliarnos con la patria diversa que somos, de aplicar suturas piadosas en el gentilicio y juntar los trozos que se han dispersado. En esta hora menguada para venezolanos agredidos desde todos los flancos, he allí una oferta y una labor que resultan indispensables.


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