La guerra que enfrentamos
Escrito por Antonio Sánchez García | @sangarccs   
Jueves, 03 de Septiembre de 2009 21:57

altEs esencial que nuestra sociedad tome conciencia de la ideología castro-comunista que alimenta y legitima la sociopatía presidencial. Pero más importante aún es que tomen conciencia de ello las dirigencias opositoras, encargadas de liderar y dirigir los inevitables enfrentamientos que se avecinan. 1

LA IDEOLOGÍA

Puede que tengan buena parte de razón quienes atribuyen el desquiciamiento de esta guerra de aniquilamiento total a la que Hugo Chávez quiere llevarnos a su reconocida sociopatía. Chávez es un disociado mental, poseído de una egolatría y una megalomanía descomunales, y por ello tan carente de toda compasión, del sentido mismo de la realidad y de las consecuencias de sus actos que bien puede insistir en atropellar a todo un pueblo sin importarle un rábano ni los derechos humanos ni “la situación concreta” a la que se refería Lenin. Esto es: a las condiciones objetivas que condicionan el contexto de sus atropellos. Situación concreta que, para nuestra fortuna, cada día que pasa parece serle más adversa. Como lo reportan tanto las encuestas nacionales como los editoriales de los principales periódicos del mundo. Y como lo advertimos todos quienes, en contacto permanente con el pueblo,  estamos en la batalla cotidiana por el restablecimiento de nuestro sistema democrático.

Pero ese es el lado estrictamente subjetivo, particular, íntimo y personalísimo del problema. Muchísimo más grave – lo que ya es un desiderátum – es la ideología de que se ha revestido su sociopatía, la del castrismo, forma actualizada y acoplada a las condiciones del subdesarrollo tercermundista del pensamiento leninista en la materia. Y que se acopla a la perfección a su naturaleza egolátrica, desalmada y cruel, tan característica de su sociopatía. Como lo eran del propio Castro y del Ché Guevara. Llevar la política al grado sumo del enfrentamiento mortal entre civiles y a la destrucción total entre los Estados transformando el proyecto revolucionario sustentado en las teorías del llamado socialismo científico de Marx y Engels en el de la guerra civil total, sin consideración ética ni moral de medios, fines y objetivos, ese es el gran aporte de Lenin a la teoría de la revolución y de la guerra.

Pues la guerra revolucionaria es un invento del siglo XX y hace sus primeros atisbos en 1902, con la publicación por Lenin de su famosa obra ¿Qué hacer? Desde un punto de vista teórico se sustenta en Marx y Engels, pero desde un punto de vista militar, si bien se nutre de los numerosos escritos de Engels sobre la materia, encuentra su fuente teórica primaria en Clausewitz. Y éste, miembro del Estado Mayor prusiano, en el carácter total de las guerras napoleónicas, que lo llevan a escribir el más famoso de todos los textos sobre la teoría de la guerra. Guerras que involucran, por primera vez en la historia moderna, a todo un pueblo puesto en armas por los ideales de la revolución. Despertando un fenómeno asimismo inédito en la historia de las guerras: las guerrillas españolas de 1808 a 1813, caracterizadas por el profundo fanatismo político partidista de los involucrados - de allí su nombre genérico: partisano, partidario, partidista - y un decisionismo brutal, acompañado de todas las crueldades imaginables.

Si bien Lenin le dio enorme significado al guerrillero como pieza fundamental en un enfrentamiento bélico – Stalin usaría de la figura con singular éxito en su lucha contra el invasor hitleriano – mayor importancia para su acción y para la teoría y práctica revolucionarias a nivel planetario fue el hecho de que el partisano leninista por excelencia no es el guerrillero en armas sino el profesional de la revolución, el militante revolucionario. Para el cual, en condiciones y circunstancias concretas, toda forma de lucha, todo tipo de acción - fuera legal o ilegal, pacífica o violenta - están santificadas por el fin teleológico: el triunfo de la revolución. Desaparecen la ética y la moral – en el más auténtico sentido maquiavélico -, así como la compasión y el respeto a la condición humana del adversario, convertido en enemigo mortal, al que hay que destruir sin la menor conmiseración. Asesinándolo, si las circunstancias lo exigen. Y lo permiten.

De allí también la esquizofrénica consideración de las asimetrías en el pensamiento y la acción leninista: el militante revolucionario puede saquear, robar, ultrajar, secuestrar, violar, asesinar incluso haciendo acopio con ello de su naturaleza heroica y altruista. Mereciendo por ello la condecoración respectiva de la más alta autoridad revolucionaria. Así nacen y se legitiman tanto el terrorismo revolucionario ejercido por los militantes profesionales del partido – esencia in ovo del estado totalitario - como el terrorismo de Estado, formas sacramentales de esta teoría de la guerra revolucionaria comprendida como guerra total. El adversario, en cambio, está desprovisto de todo atributo de excelencia: por el solo hecho de ejercer el derecho de resistencia se convierte en un criminal al que hay que castigar de manera ejemplar. Si es posible, con la cárcel de por vida o, en el mejor de los casos, con la muerte. Sin importar inocencia o culpabilidad. El opositor es culpable por el solo hecho de oponerse. Un criminal de Estado.

Es esencial que nuestra sociedad tome conciencia de la siniestra ideología castro-comunista que alimenta y legitima la sociopatía presidencial. Pero más importante aún es que tomen conciencia de ello las dirigencias opositoras, encargadas de liderar y dirigir los inevitables enfrentamientos que se avecinan. El recurso al pacifismo gandhiano pasa por alto un hecho de inmensa trascendencia: Gandhi no se enfrentaba a un Estado totalitario ni a un sociópata político sino a un gobierno colonial de una potencia imperial. Ciertamente: se hace esencial definir la llamada “situación concreta” y hacer acopio de lucidez en la definición de nuestra estrategia. Preferentemente pacifica, constitucional, electoral y democrática. Pero para no topar inermes con el muro del castro comunismo, nada mejor que conocer a fondo la naturaleza y propósitos del enemigo. Chávez no es nuestro adversario. Es nuestro enemigo. No somos nosotros quienes lo quisimos así: fue el chavismo. El suyo no es tan sólo un mal gobierno: es una dictadura castro comunista. Es de trascendental importancia tenerlo presente.


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LA SITUACIÓN CONCRETA

SI VIS PACEM,  PARA BELLUM

La guerra invadió desde el pasado sábado 22 de agosto definitivamente el campo de la política venezolana. Es una fecha histórica que todavía no ingresa en los anales de la opinión pública mundial, pero que pronto podría ser señalada con pesar por los demócratas del mundo. El gobierno nos ha declarado sus mortales enemigos. Se acabó la dictablanda, característica de ese régimen de libertades parciales y coqueteos con la democracia representativa que se prolongase con altibajos durante toda una década y que llevaba a los opoblandos a destacar la vigencia de nuestras queridas libertades representativas – las odiadas libertades burguesas, tales como la libertad de expresión, libertad de manifestación, libertad de protestar - para negar que en Venezuela se nos estuviera sancochando a fuego lento. Muy a su pesar y empujados más por los soldados del régimen que por sus propias convicciones, tendrán que convertirse en opoduros. Carl Schmitt estará sobándose las manos: por fin otra nación del hemisferio cae en las garras de la guerra y un gobierno que monopoliza el poder absoluto de las instituciones y de las armas decide someter por la fuerza, el castigo, la represión, el encarcelamiento y la muerte a quienes no doblen la cerviz. El totalitarismo golpea a nuestras puertas.

La decisión del caudillo del régimen de subir la temperatura política a altos grados bélicos y desatar de una buena vez, sin máscaras ni subterfugios, la guerra de aniquilación de nuestra institucionalidad democrática con que ingresó el 4 de febrero de 1992 a los tristes fastos del golpismo nacional, era inevitable. Se le agotó el campo de acción de su crecimiento socio-político bajo condiciones seudo democráticas, sufrió un colapso económico de impredecibles consecuencias y topó con el hueso de la resistencia democrática popular y nacional. Como lo reportan todas las encuestas, en abril sufrió un vuelco cualitativo que mostró severas pérdidas en la aceptación popular, mientras crecía la aceptación y el reconocimiento de las mayorías a la gestión de gobernadores y alcaldes opositores y se reafirmaban nuevas figuras en el liderazgo democrático, aceptados nacional e internacionalmente como las naturales contrafiguras de Hugo Chávez. En particular, el alcalde metropolitano Antonio Ledezma, pero también otras figuras como Leopoldo López y Henrique Capriles. Esa percepción, hecha carne en la ciudadanía, produjo una suerte de centrifugación de las fuerzas opositoras, que vuelven a estar tanto o más animadas de un espíritu unitario como lo estuvieran cuando la Coordinadora Democrática. Con diferencias de fondo: un liderazgo fogueado, un conocimiento acabado del enemigo y una calidad de decisión absolutamente inédita.

De este modo, a un gobierno en creciente desgaste se le enfrenta una oposición en creciente fortalecimiento. Las elecciones de diciembre de 2007 y de noviembre de 2008 dieron prueba fehaciente de ese proceso aparentemente irreversible. El gobierno debía escoger entre preparar una honrosa retirada y suspender por ahora su pretendida entronización totalitaria y vitalicia o precipitar el salto cualitativo a un enfrentamiento definitorio. A cualquier costo.

Es la situación que enfrentamos desde que impusiera por la vía del hecho el plebiscito inconstitucional del 15 de febrero y promulgara las leyes asimismo inconstitucionales que han provocado un auténtico levantamiento popular. Lo hizo, de acuerdo a sus viejas prácticas violatorias, en plenas vacaciones, pensando encontrar a una ciudadanía apática y ausente del escenario político. Para su inmensa sorpresa se encontró con la más descomunal de las marchas vividas desde los gloriosos hechos de abril del 2002. La razón: una ley de educación que toca la médula de nuestra cultura civil y democrática. Exactamente como sucediera en el Chile de Salvador Allende, cuando el intento por imponer una ley de igual significado terminó desbordando las fuerzas de la contestación al régimen y desatando la tragedia pinochetista.

De allí la declaración de guerra total por parte del régimen, la criminalización de las actividades políticas, el encarcelamiento de trabajadores y un alto funcionario de la alcaldía metropolitana, presidente del partido ABP, así como la persecución inclemente del segundo hombre de dicha alcaldía y operador político fundamental de la exitosa marcha del 22 de agosto.

El presidente de la república ha preferido dejar en manos de sus subordinados la tarea sucia de desatar la dictadura. Tendrá que asumir él mismo ese trabajo. El enfrentamiento es inevitable. Los pasos dados por el ministro del interior, la fiscal general y la guardia nacional anticipan una guerra abierta, brutal y prolongada. Es el comienzo de la dictadura. ¿Su duración? Depende de los demócratas. Están en ascenso, cuentan con la mayoría, tienen la moral por el techo y perfecta comprensión de que hemos llegado al terreno de la verdad. Es previsible una lucha frontal en todos los foros, tanto los nacionales como los internacionales. En ambos, la oposición lleva la delantera. Y todas las de ganar. ¿A qué precio?

Estamos del lado correcto de la historia. Nos asiste la verdad. Y tenemos fuerza y coraje suficientes como para acabar con la pesadilla. La política invade los terrenos de la guerra. Si vis pacem para bellum.


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