Andrés Bello y el sabor prohibido de la Totona
Escrito por Luis Perozo Padua | X: @LuisPerozoPadua   
Viernes, 01 de Agosto de 2025 00:00

altEntre códices de gramática, cartas de república y tratados de derecho, Andrés Bello guardaba un apetito que no cabía en sus discursos: uno dulzón, cremoso y secreto.

El sabio caraqueño, que tanta luz dio al idioma español, tenía también un rincón oscuro y delicioso que recorría con más pasión que cualquier cláusula subordinada: la cocina donde se escondía la Totona.

Don Andrés Bello (Caracas, 1781 – Santiago de Chile, 1865) es una figura insoslayable en la historia hispanoamericana. Poeta, filólogo, jurista, educador, fue mentor de Simón Bolívar y arquitecto moral de la América republicana.

Sin embargo, detrás de su toga de académico y su pluma civilizadora, latía un hombre de pasiones, de placeres y de humor. Y una anécdota, contada con sorna en las esquinas de Caracas y recogida por cronistas populares, lo retrata con una picardía que no figura en los libros escolares.


“Mathilde, quiero Totona”

Se dice que Bello tenía en su casa una joven criada de origen holandés llamada Mathilde. De ella no ha quedado nombre ni retrato, pero sí el rumor de una belleza provocadora y manos expertas en la preparación de un postre de pulpa de toronja, naranja y nata, que el maestro llamaba “Totona”.

Nadie sabe si la palabra surgió en ese momento o si Bello la reapropió con su agudeza verbal, pero lo cierto es que aquella Totona no era solo un dulce: era una contraseña. — “Mathilde, quiero Totona” —decía con voz entornada, como quien pide la conjugación de un verbo irregular.

La frase se repetía con frecuencia en su casa, frente a criados y allegados que no sospechaban la doble intención. Solo la joven cocinera comprendía el subtexto, y acudía, según los rumores, no solo con una cucharilla y un cuenco, sino con una complicidad que iba más allá de la repostería.

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Un día, según se cuenta, la esposa de Bello —una mujer de carácter fuerte y mirada firme— sorprendió la escena. No hubo gritos, ni portazos, solo una tensión helada que rompió el aire. Y entonces, con la calma de un jurista que argumenta ante la historia, Andrés Bello sentenció: —¿Sorprendida? Tú lo que estás es estupefacta. El sorprendido soy yo. La frase, afilada como un adjetivo bien puesto, quedó flotando en la leyenda oral.

Desde entonces, la Totona —ese postre sin nombre oficial— pasó a ser algo más que una mezcla cítrica y cremosa. Se convirtió en símbolo de picardía, deseo escondido y lenguaje cifrado. Y la palabra, con el paso del tiempo, migró de la casa de Bello a las calles, y de las calles al habla popular.

Con el tiempo, en el habla popular caraqueña y venezolana, la palabra “Totona” adquirió connotaciones obscenas, lo que llevó a que el dulce cayera en desuso doméstico —a pesar de su supuesta popularidad original entre mantuanos y élites.

El sabor secreto de la colonia

En las cocinas perfumadas de las casas coloniales, donde hervían marmitas de cobre y el tiempo parecía espesar con el calor del trópico, se preparaba un manjar de nombre risueño y textura indecible: el dulce de Totona. Era una creación hecha de cítricos maduros y crema espesa, donde la pulpa de naranja y toronja se abrazaban con la nata y el azúcar, bajo la lenta alquimia del fuego bajo.

La mezcla, una vez cocida con fécula de maíz, tomaba cuerpo: firme, translúcida, voluptuosa. Un dulce de consistencia carnal, casi provocadora, que al enfriarse brillaba en el plato como una joya de convento. Su sabor, entre ácido y cremoso, era como un susurro en la lengua: ligero, pero inolvidable.

La receta —sencilla en apariencia, refinada en ejecución— requería pulpa de frutas rojas y naranjas, leche entera, fécula, azúcar, una pizca de sal, y para los más osados, un velo de canela espolvoreada como último gesto de seducción.

Primero se licuaban las frutas junto a la nata y el azúcar. Luego, a fuego lento, se cocía esa mezcla con la fécula diluida, hasta que el hervor le diera su espesor definitivo. Se vertía en moldes, se dejaba enfriar y cuajar. Al momento de servir, el aroma cítrico se elevaba como una ofrenda que hablaba del ingenio mestizo, del placer sin culpa… y de cierta historia picante que aún hace sonrojar a las abuelas.


¿Es realmente cierto?

Aunque varias fuentes mencionan la historia relacionada con Andrés Bello y Mathilde citando el libro La historia de nuestros próceres de José Agustín Catalá, no hay evidencia comprobable de que ese libro exista o que la anécdota esté documentada originalmente. Muchos historiadores y críticos consideran esta historia más bien una leyenda, sin respaldo documental sólido.

Hoy, en el imaginario venezolano, “Totona” nombra algo muy distinto. No es ya el postre que preparaba Mathilde, la muchacha holandesa en la cocina de un prócer, sino una forma de aludir —con humor, con deseo o con irreverencia— a los secretos del cuerpo femenino.

Bello no inventó la palabra, pero la elevó a su manera. Como todo gran lingüista, comprendió que el idioma no vive en las academias sino en las esquinas, en los dobleces del gesto, en la carcajada maliciosa.

Detrás del severo compilador del Código Civil, vivía un hombre que también deseaba. Que encontraba belleza en la sintaxis, pero también en los labios que susurran. Que dictaba clases y poemas, pero no negaba el gozo.

Andrés Bello, padre de las letras americanas, fue también —aunque nadie lo confiese en los simposios— un amante de la Totona, con todo lo que esa palabra aún provoca.

 

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@LuisPerozoPadua

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