Duaca y el cometa Halley
Escrito por Alexander Cambero | X: @alexandercamber   
Miércoles, 05 de Octubre de 2022 00:00

altComo una filosa estaca clavada en el corazón universal, avanzaban los zafios temores.

Corría el año 1910. Los rumores de la proximidad del cometa Halley, causaron estragos en aquella comunidad, que pensó que su vida sería arrasada de manera definitiva. Los grandes emporios del café, que hicieron de la entidad, un ícono internacional, gracias al esfuerzo de su gente, eran vislumbrados como víctimas del fuego del fin del mundo. Duaca tenía conocimiento del efecto Halley en el panorama mundial: más de 60 suicidios en los primeros meses de aquel año por el miedo al cometa. En Europa la gente decía que había matado el 6 de mayo al rey de Inglaterra, Eduardo VII. Los británicos también pensaron que era el presagio de una invasión que venía de los alemanes, mientras que los franceses asumían que era responsable de la inundación del Sena.

El célebre astrónomo francés Camille Flammarion, comentaba en Nueva York, que, al pasar la cola del cometa, el gas cianógeno podría impregnar el ambiente y posiblemente apagar toda la vida en el planeta. En la pequeña comarca existían personas de buen nivel cultural que estaban al tanto de lo que significaba Halley. La fascinación universal que generaba el fenómeno cósmico lo transformó en una verdadera leyenda de los tiempos remotos: era el mensaje universal del exterminio, la muerte como un crótalo de mil cabezas que se erguía por encima de una ciudad aterrada por el acontecimiento. Toda esa marejada de información se unía a la afirmación de que Duaca había sido maldita por un presbítero errante que, al caerse de una mula, creyó que las fuerzas oscuras poblaban la Perla del Norte. Esas viejas historias alimentaron a generaciones enteras, que hicieron del mismo ritual para las conversaciones diarias. Un pueblo con el estigma de haber sido condenado a la desdicha eterna, era instrumento frágil para amedrentarse por cualquier cosa. Así que la cercanía del cometa Halley hizo que casi toda la población se preparase para su Armagedón particular. La iglesia se abarrotaba de gente implorando la misericordia divina. El padre Virgilio Díaz oficiaba la eucaristía con sabor de funeral. Muchos acudían a la casa de Francisco D’Amico, con el propósito de que les suministrara vidrios oscuros para poder observar el cometa sin dañarse los ojos.  Ante el temor del pueblo larense por las implicaciones que podría traer el cometa Halley, el obispo de la Diócesis de Barquisimeto, monseñor Aguedo Felipe Alvarado, ordenó que la excelsa patrona la Divina Pastora fuera llevada a las principales ciudades de la región. En hombros del pueblo recorrió caminos polvorientos, cruzó quebradas y fue llevada a lugares de difícil acceso invocando su protección divina. El miedo en la gente cundía como brotes en la tierra buena. Cuando le tocó el turno a Crespo, la vistieron de blanco con franjas azules y bordes de oro, sobre un trono de sólida caoba, con doce agarraderos para sostenerla de manera eficaz. Sus acompañantes eran grupos de ochenta personas que iban rotándose de manera paulatina. Sin contar los sacerdotes capuchinos que andaban en mula encabezando la procesión. En algunos sitios se detenían para descansar y observarla con devoción mariana.

En Duaca esperaría San Juan como patrono del entonces Distrito Crespo. Desde la capital del estado llegaban noticias tardías de su peregrinación, muchos confiaban en que su protectora los salvara nuevamente. Tal como lo hizo con el cólera en la ciudad de Barquisimeto, cuando por el ruego del sacerdote José Macario Yépez, la enfermedad cesó, siendo él la última víctima de la pandemia que asoló la región. Hecho acaecido el 16 de junio de 1856. Sin embargo, algunos sostenían que esta prueba era un desafío mayor teniendo en cuenta que el exterminio surgía precisamente desde el cielo. Quizás por ello los duaqueños creían que uniendo la fortaleza de sus santos podrían salvarse del diluvio universal. La vía era sumamente angosta, lo que complicaba la travesía. Un horizonte de un verdor indescriptible era el marco que ofrecía el norte del estado para cobijar su esperanza. Desafiantes cujíes y uverales, de gran tamaño, se apreciaban por los bordes, mientras el camino era un delgadito rastro por donde circulaban las bestias. La virgen se aproximaba con lentitud, la fe impulsaba el tesón de aquellos hombres revestidos con la coraza de la cristiandad, nada detenía la misión de llegar hasta Duaca, ciudad enclavada en el norte del estado. Son como soldados que marchan por las estribaciones de una región de agradable clima y aguas cristalinas. En las cercanías de la población de El Eneal, la cabeza de la virgen choca con un cují de gran tamaño. Su cabeza sufre algunos destrozos que hicieron que volvieran las viejas historias de la maldición del sacerdote errante. Un jinete partió en veloz carrera para notificar en Duaca el incidente. Cada ciudadano le impartía un nuevo capítulo al hecho. Así, surgieron incontables variables de lo ocurrido en las afueras del pueblo vecino. El espíritu de los muertos lo cruzaron con el golpe seco del cují. En tierras de aparecidos aquello le agregaba un condimento suculento para la especulación mística. Para la mayoría de los parroquianos era la señal de la maldición que renacía en la máscara del cielo. Fueron pasando los días con la celeridad de los acontecimientos. Algunos aseguraban haber visto al sacerdote errante imprecando ante la sagrada imagen, minutos antes del infausto suceso. La creencia popular sostenía que el accidente simbolizaba la mano de Dios evitando la destrucción de Duaca. El miedo volvió para intimidar a cada corazón que aguardaba en la iglesia. Entre los murmullos de bancos atiborrados, el duendecillo del temor hurgaba en la llaga de las dudas. Candelabros que alumbran los rostros de susto. La homilía en la voz del padre Díaz, con la angustia de saber que su feligresía estaba aterrada por las cosas que imaginaban sucedería en las próximas semanas. Las casas de paja cerraron sus puertas como buscando guarecerse de los misterios, que son la pertinaz lluvia que llena de lágrimas el rostro de la tierra. El lamentable episodio hizo que las historias misteriosas se expandieran de manera contundente. El 20 de abril de 1910 creyeron que era el último. El cielo se vistió de incertidumbre absoluta. Los padres acostaron a los hijos con la resignación de estar confinados a morir. Los animales buscaron cobijo en los matorrales. Otra vez los relatos escalofriantes que robaban la calma del común. Creían que el cometa Halley podría despertar a la serpiente gigantesca que supusieron los abuelos tenía la cabeza en la iglesia y su cola en Tumaque. Es decir, 18 kilómetros de un horripilante Leviatán que dormía en la calidez del suelo crespenses.

El sacudón –certificaban muchos– la sacará del letargo y no tendrían escape. Fuego desde el cielo y terror en la tierra para someter al pueblo laborioso petrificado por sus creencias. La noche apenas se asomaba y todo el mundo esperaba el comienzo del fin. Muy pocos durmieron aquel día. El cielo parecía como de luto, la placidez de la tierra les hizo creer que el sueño del áspid mitológico, era tan profundo, que ni siquiera el cometa Halley, podía romper su quietud. Noche de oraciones profundas, padres e hijos se abrazaron pensando que así marcharían hasta la eternidad. Fueron trascurriendo las horas con la paciencia de la desesperación. Esa noche Halley pasaba tan cerca de la Tierra que su cola podía rozarla y contaminarla de cianógeno. El mundo pleno esperaba la hecatombe. En Duaca le agregaban los componentes de creer en una maldición sacerdotal y en una serpiente con kilómetros de tamaño. De pronto algo se movió en los matorrales. Desde lo profundo de sus aprensiones surgió un halito de esperanza. Los gallos comenzaron a cantar, las puertas selladas con sus temores fueron cediendo lentamente hasta poder constatar que su pueblo estaba allí, sin ningún rasguño arquitectónico. La iglesia San Juan Bautista resplandecía como nunca antes. En la noche del cometa Halley no rodó ni siquiera un adobe de su ubicación habitual. No había rastros de serpientes y menos de maldiciones de un clérigo loco.

La vida sonreía con tal emoción que todos salieron a cumplir con sus labores, sin llevar en sus alforjas una sentencia de muerte.

 


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