Juego limpio
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 23 de Mayo de 2023 00:00

altImpulsadas por la añeja preocupación de poner frenos al ejercicio del poder -siempre susceptible de ceder ante la presión

de las pasiones humanas, siempre desnudo ante el avance de la hýbris- las democracias liberales han incorporado nociones claves como la de accountability o rendición de cuentas. Esto es, “la demanda continua de revisión y supervisión, de vigilancia y constreñimientos institucionales al ejercicio del poder”, según explicaba Andreas Schedler. He allí uno de los pilares de la relación representantes-representados, que habilita no sólo la incorporación ciudadana al proceso de toma de decisiones, sino la fiscalización de un liderazgo que, en otras circunstancias, podría normalizar la peligrosa idea de que sus faltas no demandan rectificaciones suficientes, eficaces e inmediatas.     

Actuar conforme a estos principios, decirse demócrata y aspirar a darle un vuelco a la conducción de un país castigado por la falta de Estado de derecho, Imperio de la ley, pesos y contrapesos, pide someterse a las exigencias de transparencia en la rendición de cuentas. Una certeza que, visto lo visto, no ha figurado en el plan de cierta dirigencia local, más bien espoleada por la creencia de que puede operar sin tomar en cuenta los controles y disidencias internas. Esgrimiendo las banderas del decisionismo, no ha sido poca la unilateralidad, la arrogancia, el escamoteo “estratégico” de información. Tampoco la dosis de victimización frente al fracaso, para lo cual siempre es cómodo agazaparse bajo el sayo de las “buenas intenciones”. 

El político contemporáneo, en general, parece reacio a la tarea de dar explicaciones. El vértigo comunicacional contribuye con ello, sustituye el vacío con la compulsiva mudanza de la atención hacia otros tópicos. La movida “en caliente” acaba convertida en efugio propicio para los tiempos. Esa romántica, portentosa imagen del “hombre en la arena” que ya Roosevelt ensalzó (“No es el crítico quien cuenta, ni el que señala con el dedo al hombre fuerte cuando tropieza… El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena, aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre, el que lucha con valentía, el que se equivoca y falla el golpe una y otra vez…”) ofrece hoy una coartada demasiada tentadora y útil como para no abrazarla.

No obstante, habría que recordar -lo decía Maquiavelo al describirla como contraria a la virtù- que la temeridad en política es arma de doble filo, en tanto nos deja a merced de una voluntad arbitraria, “libre”, que no suele responder a controles externos, auditorías, reglas de juego o riesgos de contradicción. Esa invocación al puro posicionamiento sin pensamiento, como escribe el español Daniel Gascón; esa apuesta al conflicto existencial, ese decir y desdecirse incesantemente (y apelar a los oficiosos intérpretes ad-hoc) podría pasar como hábito plenamente justificado por la supervivencia. Sin embargo, la incoherencia que las redes captan, repiten y amplifican no deja de agusanar la dinámica política. En la médula de toda fatiga cívica seguramente vive la desmaña por parte de políticos que, en lugar de revisar sus conductas y explicar sus virajes, prefieren recurrir a la simpleza de la política es dinámica: si cambian los hechos, pueden cambiar las ideas”. 

Justamente: en esa disposición a la evasión o a la madura asunción de responsabilidad, la labor de seguimiento y refuerzo que incumbe al ciudadano es vital. Allí opera la mentada accountability: este ejercicio vertical (electoral/societal) y horizontal (poder frenando al poder) de “contabilidad social”, tan atropellado en países no sólo con gobiernos disfuncionales, sino con oposiciones descarriadas, desgastadas por su propia miopía e ineficacia. Aun en esa circunstancia, sin embargo, la labor de evaluación de los desempeños no debería estar guiada por la lógica del escapista, la de la ilusión, la victimización, el perdón recurrente de los estropicios “bienintencionados”. El error político merece gestión adecuada y sanción-correctivo en tanto síntoma del mal cálculo, la desviación, el descontrol; pero, sobre todo, por su valor como fuente de aprendizaje y garantía de no repetición. 

Importa estar al tanto, entonces, de cuáles son los elementos que hacen posible la accountability. Explica Schedler que, por un lado, supone el deber de los políticos de informar, explicar y justificar sus decisiones, y el derecho ciudadano a recibir esa información. Esto es, la answerability, la posibilidad de dar y obtener respuestas. Y por el otro, el enforcement: la capacidad para imponer sanciones a funcionarios y representantes que quebranten normas de conducta, a fin de que estos se hagan cargo de las consecuencias de sus actos, y se activen mecanismos de control preventivo que ataje a potenciales infractores. De este modo, el enforcement serviría como incentivo “al impedir que los actos deshonestos queden sin castigo”.

Para que ese juego limpio se complete, la intervención activa del ciudadano, en tanto demandante y receptor de la rendición de cuentas, no puede fallar. Algo que va más allá de saber lo qué están haciendo quienes toman decisiones políticas, y que requiere de pedagogía y deliberación, espacios para que la sociedad se pronuncie ante los motivos que llevan a transitar unas rutas y no otras. La premisa ineludible, avisa Schedler, es que el poder público está sujeto a la lógica del razonamiento público.

Insertos en un sistema copado por los desequilibrios, la ocasión de apelar a la accountability vertical-electoral, la expresión de un juicio macro en las urnas, así como a la accountability societal, plantea serios desafíos a los demócratas. No sólo por la oportunidad de recabar votos-castigo contra un gobierno autoritario, incapaz de atender demandas básicas de la población; o por lo que la elección implica en términos del examen de ofertas programáticas. También por la obligación de calibrar historiales de extravíos, disparates y omisiones que jamás se acompañaron de explicación cabal. El premio de la confianza renovada ad-nauseam y sin merecimientos, está lejos de ser compatible con la idea de una ciudadanía a que le compete exigir resultados. Ayudados por cierta mirada desencantada, es fácil ver que la tolerancia infinita respecto al error no permitirá librarnos de esta adolescencia política que tanto tiempo y mermas nos ha costado. 

 


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