Del secuestro parlamentario |
Escrito por Luis Barragán | X: @luisbarraganj |
Lunes, 10 de Julio de 2017 06:15 |
Llegamos temprano a palacio, deseando entrar por la puerta oeste. No fue posible al impedirlo la GNB que nos orientó hacia la oeste. Caminamos, porque no tenía sentido oponer resistencia a unos efectivos apenados que pedían comprensión por las órdenes que recibieron. Despistados, no nos percatamos que, al doblar por La Ceiba de San Francisco, a la izquierda, estaba abierta la puerta que conduce al hemiciclo, indiferente al piquete de personas que gritaban todas las ofensas que el repertorio acumulado de la vida les daba. Al subir por la calle absolutamente controlada por la alcaldía menor, parque seguro de sus automóviles, notamos un movimiento y un ambiente extraños. Franqueando la puerta principal, las escaleras que conducen al Salón Elíptico y medio patio, estaban llenos de franelas rojas de sobradísima actitud, cruzándose uno que otro alto oficial militar en lo que, nos enteramos, rubricaba la visita por la fuerza del tal vicepresidente. Colegas parlamentarios recomendaban prudencia hasta que, poco a poco se marcharon y, al cerrarse las rejas, se agolparon detrás con el grito de las consignas que los automatiza.
Las divisas que hacen falta para alimentos y medicamentos, fueron licuadas entre el humo intrépido de los cohetones lanzados hacia toda persona que se moviese Capitolio adentro. Comenzó el forcejeo por violentar las rejas y, ya no recordamos si antes o después de la sesión solemne, vino la arremetida inicial de los que hicieron de la violencia una fiesta, empuñando toda suerte de armas hasta que fueron repelidos y, algunos elementos de la unidad militar enquistada en palacio, los exhortaron – apenas - a salir, como si agradecieran tan estridente visita. La sesión se hizo con las repetidas y cercanas explosiones y, prestándole la merecida atención a la oradora, cada diputado estaba predispuesto a detenerlos si desbordaban al personal administrativo. Fueron recurrentes los violentos del oficialismo y ya perdimos la cuenta de las explosiones que incineraron y barrieron del piso empedrado del patio con el estruendo de un asalto que, recibiendo la colaboración de la GNB, se convirtió en todo un secuestro. Nadie entraba y nadie salía, formados con sus ornamentales escudos los efectivos militares en las puertas este y oeste, epicentro ésta de una jornada de la insensatez, sobresegura y cobarde. Incomunicados, pues, la empresa operadora del móvil celular nunca responde por las frecuentes caídas del sistema, debíamos pedir el favor de una u otra llamada a casa hasta que dos horas y tantas después, por una llamada de Clemente Bolívar, nos enteramos del restablecimiento del servicio: él, como Sara Lizarraga, estaban a la expectativa para un rescate imposible del suscrito. Deambulamos entre el hemiciclo y el resto de los espacios disponibles con la precariedad angustiosa de la batería del celular, tomando nota visual de los grupos e individualidades que tejieron la tarde tediosa, a pesar del celo que tuvimos por cada ángulo que se ofrecía para un disparo. Saliendo por el pasillo del hemiciclo, de pronto hubo otra arremetida y, entre el gas de las explosiones, una confrontación desigual con los agresores armados de algo más que un palo, un tubo o una piedra. Fueron repelidos y ya pocos tuvimos corbata y saco, todos prestos al debate final. No pudieron impedir la sesión ordinaria que aprobó la consulta del venidero 16 de julio, aunque cayeron Américo de Grazzia, Leonardo Regnault y Armando Armas, entre otros, malheridos, y, después, costó que dejaran salir la ambulancia, refrendando el acto de responsabilidad histórica en el que incurrimos. Volvimos a la faena de la observación, apenas interrumpidos por los inevitables comentarios e, incluso, por las cámaras de Capitolio TV. Los había preparados para defender el palacio con las manos limpias, los más reflexivos que caminaban haciendo alguna diligencia telefónica, los incurables que abren la puerta de una nevera y no paran de declarar, los que hicieron una breve oración conjunta en un espacio del hemiciclo, pero nadie desesperó, excepto una señora – suponemos invitada – que les reclamó fieramente a los impasibles sujetos de armadura verde oliva, a punto de perder a cabeza por un trozo de cemento que picó muy fuerte en el pavimento para despecho del delincuente al que vimos sonreír en la distancia apuntándonos con el dedo índice: dibujó el cañón de una pistola que, al pasarlo por la garganta, en vez de sangre, hizo que brotaran los dientes del retador. Casualmente, volviendo del baño, nos enteramos de una reunión pequeña en el hemiciclo protocolar con representantes de las fracciones y, aunque ya no coordino la que adscribo, me metí y llamé a Juan Pablo García. Hubiese querido tomar una fotografía o un video, nada recomendable cuando se evaluó la situación y se decidieron algunas iniciativas: vendrá el día en el que escribiremos al respecto, ya que no es prudente ventilarlo ahora.
Los tales colectivos no tardarían en llegar al edificio administrativo de Pajaritos y salimos por el estacionamiento. Volvimos al lugar dos días después para una diligencia administrativa, tentados a una hora de consulta en la cercana sede de la Academia de la Historia, pero – sorprendidos – uno de los vigilantes por supuesto que desarmado del edificio y otra persona, nos recomendaron salir pronto, porque hay una cacería de parlamentarios y más aún de los que transitan las adyacencias solitariamente: ni las oficinas son seguras. Fotografías: LB (AN, CCS, 05/07/17). | Video 1 | Video 2 |
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