La ética de los intelectuales
Escrito por Adrián Liberman   
Lunes, 16 de Noviembre de 2009 06:31

altNo termino de resolver aún el misterio de por qué tantos intelectuales que conozco, en lugar de incidir activamente en la cultura y promover cambios, prefieren enclaustrarse en actividades con un aforo máximo de 40 personas. Se pasan hora y media rizando el rizo sin atreverse a salir a la plaza pública. ¿Será que creen que volveremos a ser un país decente sin arriesgar algo del propio pellejo? Mientras que me lleno de admiración por gente como Héctor Manrique o Basilio Álvarez, que decidieron no claudicar por ningún tipo de subsidio que les cueste su conciencia, hay otros muchos que no hacen el salto de la queja a la protesta. No he podido curarme de la desazón que me produce conocer tanta gente brillante replegada sobre sí misma, como si el deterioro de las libertades no fuera asunto de ellos también.

Eso me hace pensar reiteradamente en cuál es el estatuto de la ética de un intelectual, entendiendo por tal a alguien que posee herramientas de pensamiento privilegiadas para entenderse y entender a los demás. ¿Cómo es posible resistirse a compartirlas con el colectivo en aras de ayudar a incrementar el poder creador del pensamiento? Pienso que la madurez intelectual y emocional implica necesariamente una concepción del bienestar que suponga ir más allá de uno y que tiene que incluir al Otro. Me parece que una idea del bienestar ramplona e individualista conlleva a una escisión entre lo privado y lo público, cuyo precio hemos venido pagando dolorosamente los últimos once años. Esto que sostengo, y que puede resultar tan agrio, es producto de una inquietud personal acerca de lo que considero las vigas maestras que sostienen mi identidad como psicoanalista.

Aunque mi oficio se inscribe en las ciencias de la subjetividad, y el material de mi trabajo es la intimidad, me he preguntado siempre si mi inscripción en una ética del deseo está reñida con una ética del compromiso. Pienso que tal dicotomía no existe, y más bien he experimentado que la colectividad está hambrienta de herramientas que la ayuden a dotarse de sentidos y que mi deber está en hacer activamente ofertas en este sentido. Para ello, es imposible conformarse con la participación en las instituciones profesionales, o en los intercambios doctos pero restringidos con los colegas.

Considero que Venezuela se encuentra sumida en un dilema existencial, de consecuencias cruciales. Sostengo que lo que está en juego es más que la idoneidad de un gobernante en particular. Lo que se dirime es un proyecto de vida colectiva, y el asunto es tan serio que no admite banalizaciones, simplificaciones ni mezquinarle al colectivo instrumentos de pensamiento que incrementen el discernimiento. Ayudar en este propósito no creo que entre en tensión con el ejercicio privado de la profesión, pero sí creo que hay que ocupar activamente la plaza pública. Especialmente porque el espacio que uno abandona es ocupado por otro, quiérase o no. Esta es una de las lecciones más dolorosas que se desprenden de haber creído que lo público es una categoría marginal, ajena, y que puede entregársela al primero que haga la oferta de relevarnos de ocuparnos de ella. Considero que este momento de nuestra historia está pletórico de lecciones a aprender. Una de ellas será repensar el estatuto ético de vivir de las ideas, y de la necesidad de salir del coto, de los Parnasos y ofrecer activa y generosamente lo que se sabe, para que la tentación de entronizar a un amo, sea extinguida apenas surja. Y para asumir que la libertad no es endosable y que necesita ser pensada para no perderla. 

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Fuente: El Nacional


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