Tres minutos, veinte años |
Escrito por Colette Capriles |
Jueves, 29 de Octubre de 2009 05:11 |
![]() Exhibe también, en este caso como en tantos otros, una despreocupada ignorancia con cuyas consecuencias seguirán cargando, avergonzadísimos, los posmarxistas globalizados contratados para limpiar desastres conceptuales como este. El comunismo es, dictamina el "Titán" de una vez por todas, escasez y miseria. Marx se equivocó, entonces, al creer en el comunismo, es decir, en la sociedad sin Estado, como el régimen de máxima realización de las fuerzas productivas. Importa poco si los titanes leen a Marx, o si siquiera leen algo más que tapas de libros y resúmenes de los sabios de Salamanca, pero lo que es muy seguro es que éste ha tenido noticias del comunismo real, esa experiencia que tuvo un final abrupto hace veinte años exactamente. El caso cubano, como el norcoreano, están allí aún porque en realidad no son regímenes comunistas sino satrapías familiares: no hay en esas sociedades un "sistema" racional sino emanaciones de voluntarismo personalista. Final abrupto, decía, pero no inesperado. Y no por razones económicas, aunque es claro que para 1989 la economía soviética había fracasado con respecto a sus propios objetivos, sin ni siquiera tener que compararla con los niveles de bienestar logrados por la economía de mercado. Todo era duchas comunistas, pues. Pero la tesis de Fred Halliday, que se puede consultar en opendemocracy.com, es que estructuralmente, metafísicamente si se quiere, el socialismo soviético, el comunismo real, tenía una limitación congénita para evolucionar hacia alguna parte que no fuera su propio colapso, y si se me permite, menciono brevemente los cuatro elementos que Halliday encuentra en esa experiencia soviética. En primer lugar, la concepción autoritaria, o jacobina, del Estado. En segundo lugar, una idea mecanicista, decimonónica, de progreso. En tercer lugar, el espacio ocupado por el mito de la "revolución". Estos tres componentes por sí solos, o interpretados con diferentes matices, no son exclusivos del comunismo, o más bien, lo muestran como un hijo legítimo del espíritu moderno; como el monstruo producido por los sueños de la razón ilustrada. La combinación de esos tres rasgos, junto con el cuarto y más importante, es lo que le da su excepcionalidad: ese cuarto componente es precisamente contradictorio con el espíritu moderno, porque consiste en la ausencia deliberada e ideologizada de una ética moderna. La crueldad soviética, en todas sus formas, desde la violencia institucional hasta la guerra y las torturas, el extrañamiento, la reclusión psiquiátrica, las autocríticas, las purgas, los campos de concentración, la escatología del lenguaje, la discriminación y la formación de "no-personas", se asienta en una ausencia espantosa de la dimensión ética que, en la modernidad, tiene como concepto central la idea de derechos. De derechos humanos, universales e imprescriptibles. En un acto conmemorativo por los veinte años de la "revolución pacífica", como gustan llamar los europeos del este al proceso de 1989, oí a quienes habían vivido durante cuarenta años bajo el ojo implacable de la Stasi, ese sistema de control político que ha servido de modelo a los más represivos regímenes, dirigirse a Dios con palabras honestas y sentidas, agradeciéndole una sola cosa: el retorno de la libertad, la vuelta a la experiencia de ser un ser humano respetado, dueño de sí, sin miedo. Es cierto que no pocos padecen de lo que llaman Ostnostalgie, nostalgia del este, sintiéndose desamparados en una economía que aún no es plenamente de mercado, con una presencia imponente de un Estado de bienestar que no alcanza a cobijarlos como decía hacerlo el Estado comunista. Y así habrá también Stalinnostalgie, o Castronostalgie; quizás el trabajo del futuro es mantener viva esa memoria del retorno de la libertad, que de tan cierta, a veces se hace imperceptible.
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