Chancho, el Ché |
Miércoles, 28 de Octubre de 2009 23:15 |
CHANCHO, EL CHÉ
Pedro Lastra
Tanto asco le tenía al agua, tanto odiaba bañarse, que sus compañeros de colegio y de universidad le llamaron “el chancho”. Término con que los sureños llaman al puerco, al cochino, al marrano. Y así pasó a la historia: como el revolucionario más fétido y repulsivo de cuantos hayan cogido las armas para satisfacer sus rencores, sus odios, sus instintos asesinos.
Vaya sobrenombre: “el chancho”. También le llamaron Fuser, pero ese seudónimo, mucho más sofisticado y hermético, era sólo usado por unos pocos privilegiados. En cambio “chancho”, sinónimo de guarro, gocho y verrón, le venía como anillo al dedo. Bastaba verlo acercarse desprendiendo sus espesos efluvios axilares y entrepierniles para saber que era un chancho de los propios. Así fue como se montó en una moto y recorrió el continente cumpliendo la proeza de no someter ninguna de sus partes pudendas al baño purificador de las corrientes. Pasó ríos, cruzó acequias, atravesó manantiales, caminó quebradas, sufrió tempestades pero de jabón, ni asomo. El Ché Guevara era hediondo hasta el vómito. De allí que le llevara una morena a los otros combatientes. Si los batistianos lo hubieran sabido les habría bastado seguirle el aroma. El propio banquete mosquero: la cloaca ambulante. Murió en su ley: hedía a muerto mucho antes de haber recibido la ráfaga cobarde que acabara con su atribulada existencia un 8 de octubre de 1967.
He pensado desde hace unos días en el Ché Guevara, que hubiera aplaudido a rabiar la misión totuma y el consejo golpista de no dispensarle más de tres minutos al aseo corporal, dizque para ahorrar el preciado líquido del que según los expertos tenemos en reservas más que región alguna del planeta. Pues al Ché Guevara nada le hubiera sentado mejor que revolcarse en el fango y el detritus, como no cesara de hacerlo, sin tener que aclarar sus intimidades con espuma y agua corriente de la buena. Lo suyo era dejar aposentar sus humores hasta que espantaran al propio cochino de monte.
¿Será que el teniente coronel, privándonos de uno de los hábitos de higiene más preciados por los caribes desde que anduvieran en cueros – darse una buena zambullida varias veces al día para espantar los demonios del Ché Guevara – pretende llevarnos a las cavernas del mapurite, convertirnos en zorrinos y recibir el bautismo odorífero del primer guerrillero de América?
Es el aporte de la revolución bolivariana avanzar a redropelo de don Simón Bolívar, limpio e higiénico, perfumado y refrescante hasta la neurosis. Obligarnos a andar en tinieblas aspirando a conseguir un paquete de velas y soñar en el desierto de nuestras barriadas con una buena ducha, como las del tiempo de la Cuarta; morirnos de hambre como nunca jamás y cuando tengamos el pellejo hediondo a crematorio y estemos en los huesos venga un malandro rojo rojito y nos descerraje una docena de balazos de los buenos, 9 milímetros por lo chiquito.
Para eso vendimos el petróleo a 160 dólares y recibimos un billón de millón de dólares: para lavarnos las presas con un tobo y ver tv en la punta de un velón. ¡Qué progreso, Rómulo!
Tanto asco le tenía al agua, tanto odiaba bañarse, que sus compañeros de colegio y de universidad le llamaron “el chancho”. Término con que los sureños llaman al puerco, al cochino, al marrano. Y así pasó a la historia: como el revolucionario más fétido y repulsivo de cuantos hayan cogido las armas para satisfacer sus rencores, sus odios, sus instintos asesinos. Vaya sobrenombre: “el chancho”. También le llamaron Fuser, pero ese seudónimo, mucho más sofisticado y hermético, era sólo usado por unos pocos privilegiados. En cambio “chancho”, sinónimo de guarro, gocho y verrón, le venía como anillo al dedo. Bastaba verlo acercarse desprendiendo sus espesos efluvios axilares y entrepierniles para saber que era un chancho de los propios. Así fue como se montó en una moto y recorrió el continente cumpliendo la proeza de no someter ninguna de sus partes pudendas al baño purificador de las corrientes. Pasó ríos, cruzó acequias, atravesó manantiales, caminó quebradas, sufrió tempestades pero de jabón, ni asomo. El Ché Guevara era hediondo hasta el vómito. De allí que le llevara una morena a los otros combatientes. Si los batistianos lo hubieran sabido les habría bastado seguirle el aroma. El propio banquete mosquero: la cloaca ambulante. Murió en su ley: hedía a muerto mucho antes de haber recibido la ráfaga cobarde que acabara con su atribulada existencia un 8 de octubre de 1967.
He pensado desde hace unos días en el Ché Guevara, que hubiera aplaudido a rabiar la misión totuma y el consejo golpista de no dispensarle más de tres minutos al aseo corporal, dizque para ahorrar el preciado líquido del que según los expertos tenemos en reservas más que región alguna del planeta. Pues al Ché Guevara nada le hubiera sentado mejor que revolcarse en el fango y el detritus, como no cesara de hacerlo, sin tener que aclarar sus intimidades con espuma y agua corriente de la buena. Lo suyo era dejar aposentar sus humores hasta que espantaran al propio cochino de monte.
¿Será que el teniente coronel, privándonos de uno de los hábitos de higiene más preciados por los caribes desde que anduvieran en cueros – darse una buena zambullida varias veces al día para espantar los demonios del Ché Guevara – pretende llevarnos a las cavernas del mapurite, convertirnos en zorrinos y recibir el bautismo odorífero del primer guerrillero de América?
Es el aporte de la revolución bolivariana avanzar a redropelo de don Simón Bolívar, limpio e higiénico, perfumado y refrescante hasta la neurosis. Obligarnos a andar en tinieblas aspirando a conseguir un paquete de velas y soñar en el desierto de nuestras barriadas con una buena ducha, como las del tiempo de la Cuarta; morirnos de hambre como nunca jamás y cuando tengamos el pellejo hediondo a crematorio y estemos en los huesos venga un malandro rojo rojito y nos descerraje una docena de balazos de los buenos, 9 milímetros por lo chiquito.
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