El ridículo nacional |
Miércoles, 26 de Agosto de 2009 16:47 |
![]() Agónico y retirado a sus cuarteles geriátricos nuestro Don Quijote de la Habana, hace el Sancho Panza de nuestra comarca de las suyas: aquel, con una bolsita de mierda escondida debajo de su robe de chambre. Más flaco, ralo de barbas y desvencijado que nunca, rodeado de la zarrapastra que le visita en una tournée financiada por PDVSA como quien a San Pablo apóstol. Éste, gordinflón y a punto de reventar de tanta papa que le ha echado al cuerpo, dejando caer su pesada y tristemente célebre humanidad en un patético, sufrido e inocente jamelgo. Arrastrando las patas y a paso de vencidos sobre el terreno escenográfico de este triste y desalmado campo de Barinas. Pertinente volver a recordar el acierto de Karl Marx reflexionando sobre los hechos de Napoleón III, el malandro y ladrón sobrino de Napoleón Bonaparte, y trayendo a colación a su admirado filósofo Friedrich Hegel: si la historia de verdad se cumple como tragedia, la bufonesca y andrajosa la caricaturiza como farsa. Patético y digno de hacernos cargar la penitencia de pertenecer al Caribe y estar en la obligación histórica de heredar una república bananera. Ver al teniente coronel avanzar con una cuadrilla de infelices pretendiendo recordar las tropelías del narigón incendiario al son de una canción tan estúpida como extemporánea provoca terror. No por la maldad que evoca, sino por el nivel de estulticia, idiotez y absoluta carencia del sentido del ridículo que hace patente. Si a esto se le agrega la condecoración de un sargentón de la guardia nacional por lanzar algunas docenas de bombas lacrimógenas contra un pueblo inerme, tenemos el desiderátum. Señores: estamos bajando al peor de los niveles: el de la imbecilidad nacional. Por culpa de un payaso ególatra y narcisista con ínfulas bolivarianas. Del que cuelgan manadas de lameculos uniformados. Peor castigo a nuestros pecados, imposible. Ante estos casos de indignidad, que provocan la más dolorosa pena ajena por la falta de seriedad y sentido del respeto por la pasada grandeza nacional que representan, me asaltan las inmediatas y obvias interrogantes. La primera de ellas: ¿merecen los fastos glorificados del pasado el respeto que nuestros textos escolares les atribuyen? ¿Fue la guerra federal algo más que el desborde de unos matones brutales y asesinos dispuestos a prenderle fuego a nuestros llanos y pasar por las armas a la escasa civilidad nacional sólo para satisfacer sus brutales instintos de dominio? ¿Fue Ezequiel Zamora algo más que un tendero esclavista, incendiario y criminal? Luego de los cual vuelvo al presente y me pregunto: ¿qué sentirán en sus corazones algunas gentes de buen gusto y sentido de la estética – dejemos la ética aparte, que vivimos tiempos prostibularios - como Luis Alberto Crespo o Hernández Montoya? ¿No sienten una profunda vergüenza por estar del lado de la estulticia y la indignidad nacional? ¿O es que creen de verdad que este sanchezco, ruin y vil personaje es algo más que un oficial de insólita fortuna y descomunales agallas, carente del más elemental sentido de la vergüenza nacional? Hubo un tiempo, no hace mucho, en que creí ver en Cipriano Castro, el simio bailarín de las caricaturas de su época, el antecedente obligado del parlanchín sabanero. Debo disculparme ante la memoria de Castro: fue un valiente, un corajudo, un osado y un intrépido caudillo. Compararlo con esta vil excrecencia de nuestro más costroso pasado es faltarle el respeto. ¡Pobre Venezuela, qué bajo has caído! |
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