| Los habituados |
| Escrito por Freddy Lepage ((ex diputado)) |
| Viernes, 09 de Diciembre de 2011 07:36 |
El terremoto chavista sigue sacudiendo las vidas, el trabajo y hasta la esperanza de los venezolanos. Nadie se salva de la vorágine de esta espiral infernal
que ha desatado Hugo Chávez. No queda hueso sano que pueda decir "esto no es conmigo". El país se cae literalmente a pedazos. Todo parece atado a un destino inevitable, del cual es necesario escapar.En todas las actividades cotidianas del quehacer nacional impera la ley de la selva. La ley impuesta por el mandamás de Miraflores. El escapismo de la sociedad hace que, por momentos, vivamos en mundos paralelos, estancos, como si el otro no existiera. El tribunal de la opinión pública no existe. Está de vacaciones. Y, ahora, con más razón en Navidad. Días de fiesta. De reencuentro familiar. De renovar lazos de afecto y amistad. Para luego despertar en enero con la misma e interminable pesadilla: un señor empeñado en una revolución particular que cree que Venezuela es su hacienda y, por tal motivo, al igual que en tiempos de la colonia, sus moradores deben, sin discusión, aceptar su particular forma de ver el mundo. El mundo en una dimensión ¡y punto! Al final, todo se reduce a una rutina en la que la gente (unos más, otros menos) acaba acomodándose, o sea, existe una especie de complicidad que puede llevar al riesgo de sufrir el síndrome de Estocolmo. Eso es casi, casi, lo que falta por ocurrir. Se estatiza el patrimonio y se "socializan" los fracasos y los atropellos. Se condena a un pueblo entero a la desmoralización, al atraso, al despotismo (enlazado con un militarismo aberrante), al trabajo sin remuneración digna, a malvivir en el peor de los mundos posibles. Venezuela va camino a la miseria y al abandono de cualquier futuro de progreso y bienestar, como en la Cuba de los hermanos Castro. ¿Por qué digo lo que digo? Hagamos un repaso rasante de los hechos cotidianos ocurridos en la última semana, distintos del costoso circo de ese rimbombante parapeto continental llamado la Celac. Una mañana cualquiera un voraz cráter se traga un camión, ante la vista imperturbable de los transeúntes que pasan por la zona. El espectáculo se torna más inverosímil cuando nos percatamos de que la gente presencia lo ocurrido como algo normal, algunos cómodamente sentados en sillas que, no se sabe de dónde, aparecieron. Cuando llueve y está lloviendo bastante, amén de las repetidas lagunas de agua que se forman en la vías por la obstrucción de los drenajes que nunca se limpian, para guarecerse, los motorizados se agrupan debajo de los puentes, y obstruyen el libre tránsito, por lo que se forman largas e interminables trancas. La gente no protesta, no dice nada... Las cifras de muertos cada fin de semana a manos del hampa, que más bien parecen partes de guerra, son espeluznantes. Sin embargo, integran un macabro paisaje cotidiano. Pero, ¡todo bien, gracias! Los puentes se derrumban, los huecos son más grandes que las calles y carreteras, sólo quien tiene la fortuna de tener un rústico puede sortear los obstáculos. Eso a nadie le importa... Los hospitales públicos no tienen medicinas. Los equipos no sirven. Prácticamente muchos pacientes se mueren de mengua, y los que se salvan tienen que llevar sus remedios y hasta las sábanas. La resignación reina. Quien sale a la calle lo hace a su propio riesgo. Sabe que en cualquier momento puede ser víctima del hampa ante la mirada indiferente de los miembros de los cuerpos de seguridad. Solución: mejor no salir y, de noche, menos. Nos alegramos cuando en el mercado conseguimos algún producto. Si no, no importa, qué más da. En suma, la sociedad está enferma. Los habituados son los opuestos a los indignados. @freddyjlepage el-nacional.com/OyN |
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