| La desfigurada historia |
| Escrito por Alexander Cambero | X: @alexandercamber |
| Jueves, 18 de Diciembre de 2025 00:01 |
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El mar se agita mientras los vientos huracanados de libertad se aproximan aceleradamente. Olas profundas besan la pequeña bahía en las riberas de la ciudad; sobre un terraplén polvoriento, una veintena de cañones aguardan la expedición del Generalísimo Francisco de Miranda. Son una hilera de armas que desean apagar el sueño de aquel hombre hecho mareas; la pequeña localidad está llena de un miedo que nació en los sermones del púlpito. Una diáspora de corianos abandona sus casas y toma sus enseres para huir a la sierra; creen que sus vidas corren peligro en manos de un hombre que se aproxima. Son tantas las historias que se han tejido que un frío penetra sus gargantas con solo imaginarse un cuchillo rebanándoles la existencia; no les importa que la emancipación tenga el antídoto para transformar sus historias de sometimientos. El viento es un flechazo perfumado de hondas agonías, angustias, como el sonido de una carreta arrastrada por una vieja mula que solo sueña con morir en el cujisal. Solo morteras cantan como oliendo a tierra de sepultureros. Las polvorientas calles se encuentran en solitario. Coro es una ciudad oculta tras las gruesas puertas de roble. Algún insospechado parroquiano apura el paso creyendo que el cielo oscuro es una estratagema del destino que los sentenció. Las aguas se agitan, chocando ruidosamente contra los macizos amarillos; estos ofrecen poca resistencia ante el arrebato de las olas. La ciudad se refugia en los viejos temores; como un remolino, buscan contemplar su destino en el tabernáculo blanco, que resalta entre el ardiente sol que se abraza con el viento. Las columnas de la catedral de Coro sostienen sobre sus brazos la majestuosidad de un templo esplendoroso. Labrada con el espíritu indomable del conquistador, sus paredes blancas son adoquines que llegan hasta el campanario. Un Cristo brillante refulge sobre una arquitectura de pequeñas cúpulas de marfil. El macizo roble aragonés fue traído por expedicionarios en 1583. Sacerdotes capuchinos recorrieron el Valle de Tena para conseguir los árboles idóneos para la empresa evangelizadora, bendijeron las cortezas rociándolas con aguas del río que cruza la frontera. Este material serviría para construir, sobre un pequeño atajo de piedras rugosas, su primer tabernáculo en América. Un largo viaje de la fe hasta tierras de un nuevo mundo trae consigo la doctrina cristiana. Hacer un templo era el comienzo de poder expandir una semilla que tendría que germinar en pueblos rebeldes atados a sus creencias ancestrales. Desde la sierra los aborígenes observaban cómo se alzaba una estructura con símbolos que no comprendían. Creían que sus dioses eran mucho más poderosos, ya que controlaban la noche y el día. Cuando las penumbras obligaban a parar los trabajos, ellos entendían que sus deidades arremetían en contra de aquellos seres que penetraban su santuario. Los nativos espiaban cada movimiento, preparándose para una batalla que ya les había sido revelada. Ese fue el bautizo de sangre de tierras esplendorosas que siguieron ocultando su rebeldía. El tabernáculo estaba lleno de fieles desesperados. El presbítero Emeterio Millán expone los supuestos peligros de la independencia americana. La gente se imagina al mismísimo Satanás atándolos a su cola y llevándolos directo al infierno; sobre el rostro ceremonial del prelado corren lágrimas que la gente sostiene que son gotas de sangre que relatan el peligro en ciernes. Nubarrones de profundos miedos rondan el alma de la feligresía; cada ser guarda el silencio de quien se cree sepultado. La tierra sedienta es hoy más el horno que imaginan, pulverizando sus vidas. La esperanza parece una semilla infértil que se tragó la herida. Los árboles se mantienen inmóviles ante la orfandad de la brisa que se atragantó en la sierra que abre sus ojos ante el Caribe que bate sus olas con la impetuosidad de traer consigo la libertad. Cada quien se imagina a su peculiar general Francisco de Miranda. Las voces oficiales han propalado la tesis de un pendenciero que expele fuego por la boca, que desde la misma llegada a tierras peninsulares su destino será la muerte. Las campanas redoblan con un dejo de tristeza; es un canto triste como de funeral. El miedo es el protagonista. Se traga la sierra y la costa con la misma fuerza que cabalga en el escepticismo. Son tantas las especulaciones que la imaginación tiene un amplio espacio para intimidar. A lo lejos ondea una bandera tricolor en una embarcación que trae consigo al autor de sus temores. 3 de agosto de 1806. Como para enmarcarlo en los pasos extraviados. El Generalísimo Sebastián Francisco de Miranda desembarca en La Vela de Coro. Solo cuatro viejos esclavos lo reciben. Con la ayuda de estos y sus hombres, iza la bandera nacional por primera vez en nuestro territorio. En el frente de una capilla estaban los tres colores agitando su devenir histórico con la brisa inconmensurable obsequiada por el Caribe irredento. El Generalísimo emprende viaje hasta Santa Ana de Coro. Al llegar encuentra un desierto. Las casas con cruces de palma como para espantar a un demonio. Enseguida Francisco de Miranda comprende que en el imaginario colectivo el belcebú es él. No tuvo tiempo para enseñarle que la libertad era poder desatar sus cadenas de siglos de martirio. Que el Dios amoroso que había dado a su hijo amado Jesucristo para que recibieran la salvación eterna no era un opositor a la causa independentista. Lamentablemente no encontró quien lo escuchara. El temor inducido había logrado el cometido de espantarlos. El presbítero Emeterio Millán huyó con tres mulas y dos aborígenes por caminos desconocidos de la sierra. Se encontró con el esplendor arbóreo de un maravilloso vergel. Tenía tanto miedo que se imaginaba que en cualquier instante sería decapitado. El temor se acentuó cuando encontraron un esqueleto colgando de un grueso apamate. Se arrodilló para rezarle al infortunado. La noche se vistió de copiosa lluvia. El escueto camino se llenó de pozos de agua que dificultaban el paso. Tratando de cruzar, rodó por una pendiente hasta caer en un río. Al abrir los ojos pudo observar que sus acompañantes habían huido. La angustia era como una daga en el costal. El desasosiego aparecía para someter a su espíritu a una angustia de mayor calado que la rodada hasta el río. El susto reñía con la fe hasta el punto de quebrarlo. Pasó horas de angustias sin querer abrir sus ojos. Siente de pronto algo que se aproximaba. Las ramas crujían; los pájaros volaron como presagiando el destino final del prelado. Un sudor frío corrió por sus mejillas cuando apreció un leve roce. Rogaba haciéndole un pedido a Jehová por todos los santos y ánimas del purgatorio. Momentos dramáticos en la soledad; aquel hombre clamaba y lloraba. Arrodillado esperaba el sablazo que liquidaría su existencia. De repente tuvo un momento de valentía cuando percibió que seguía vivo. Volvió a cerrarlos cuando escuchó gritos. Nuevas pisadas cada vez más fuertes. Se encomendó a Dios y decidió abrirlos para recibir la muerte con dignidad. Era tanto el miedo que no había comprendido que los movimientos en el bosque que oyó eran una manda de dantas. El bullicio que creyó un ejército eran simplemente monos aulladores que disfrutaban de las silvestres guayabas. Sin embargo, salió corriendo dejando sus sandalias pegadas en el fango. Caminó en miles de direcciones alimentándose de frutas. El bosque que era peligro fue guarida para sus aprensiones. Varios días descendiendo la montaña hasta que observó unas casitas con techo de paja. Aturdido llegó a las puertas de una hacienda. Un hombre con una sotana rota y los pies destrozados fue socorrido por campesinos en la hacienda Licua. En Hombros fue llevado hasta una hamaca donde durmió por horas. Al poder hablar, se identificó como el Obispo de Mérida Emeterio Millán, quien realizaba una visita pastoral a Coro, pero estando allá se encontró con la llegada de Francisco de Miranda, decidiéndose a huir ante el temor de ser ajusticiado.
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