| Franklin Chang Díaz y los años venezolanos del astronauta con más misiones al espacio |
| Escrito por Luis Perozo Padua | X: @LuisPerozoPadua |
| Viernes, 24 de Octubre de 2025 05:18 |
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—Franklin Chang-Díaz, sobre sus noches en Venezuela
A veces, el destino comienza en un gesto tan simple como mirar hacia arriba. Franklin Chang-Díaz tenía cuatro años cuando descubrió que el cielo podía ser un territorio de asombro. En las noches cálidas de Altagracia de Orituco, aquel pueblito indígena de doctrina, denominado a partir de 1676 como Nuestra Señora de Altagracia, trepado al techo de la casa junto a su hermana Maruja, llevaba toronjas espolvoreadas con azúcar para endulzar la vigilia. Desde allí, escondidos de sus padres, observaban el universo desplegado sobre el llano. “Nunca había visto un cielo tan bello —escribiría después—. Se cubría de estrellas infinitamente más numerosas que en cualquier otro lugar”. Nadie podía sospechar que ese niño curioso, hijo de Ramón Ángel Chang Morales, un inmigrante chino-costarricense y de María Eugenia Díaz Romero, una madre dulce y perseverante, sería algún día el primer latinoamericano en viajar al espacio. Ni que aquellas noches en el corazón de Venezuela serían la semilla de una vocación que lo llevaría más allá de la atmósfera terrestre. La Venezuela que lo adoptó Franklin Ramón Chang Díaz vino al mundo en San José de Costa Rica, un 5 de abril de 1950. Apenas comenzaba a balbucear las primeras palabras cuando sus padres emprendieron rumbo a Venezuela, seducidos por aquel país que, en los años dorados del petróleo, se anunciaba como la tierra donde los sueños se volvían posibles: “el sueño venezolano”. El país hervía de petróleo, modernidad y promesas. En 1950 —el mismo año de su nacimiento—, Venezuela era la cuarta economía más rica del mundo, según el World Economic Forum. Para muchos latinoamericanos, representaba el lugar donde los sueños podían hacerse realidad. Su padre, Ramón Ángel, trabajó sin descanso en proyectos que simbolizaban el progreso de la nación. Fue operador de maquinaria en la construcción de la urbanización Tanaguarena, jefe de maquinaria pesada en la carretera Altagracia–Guatopo–Santa Teresa del Tuy, gerente de talleres del Ministerio de Obras Públicas, subdirector de operaciones de una planta de la Compañía Venezolana de Cementos en el Golfo de Maracaibo, y director de maquinaria pesada en la represa de Guanapito. La familia vivió en Macuto, Caracas, San Juan de los Morros, la Isla de Toas y Altagracia de Orituco. Aquella itinerancia, más que una incomodidad, fue una escuela. “Venezuela se había convertido en el destino de muchos costarricenses —recuerda el astronauta—. Su riqueza petrolera había iniciado un período de expansión que retaba la capacidad de oferta nacional en personal calificado”. Para Ramón Chang, aquellos años fueron la edad de oro. “Nunca volvería a vivir algo parecido”, escribiría el futuro astronauta. En los campamentos de obra y en los pueblos llaneros, Franklin creció entre obreros, ingenieros y carreteras en construcción. Aprendió que el trabajo bien hecho podía transformar un país.
Bajo noches luminosas y relámpagos eternos Los vecinos recuerdan con ternura la casa donde vivió la familia Chang-Díaz: una vivienda colonial de madera y bajareque, de esas que guardan murmullos y sol en sus tablas. En el amplio patio —corazón del hogar— crecían árboles frutales, sobre todo mangos que colgaban como gotas doradas. Fue en ese mismo patio, trepado a las ramas, donde el joven Franklin alzó la mirada una noche clara y, con el asombro de quien descubre un secreto, siguió el lento paso de un satélite ruso que cruzaba el cielo, visible como un punto errante que prometía mundos por explorar. Cada lugar dejó una huella distinta. En San Juan de los Morros, su padre lo llevaba de cacería por los montes guariqueños. Allí, entre el rumor de los grillos y el olor a tierra mojada, comenzó a mirar el cielo con fascinación. En la Isla de Toas, en el Golfo de Maracaibo, descubrió el espectáculo del Catatumbo: “En la lejanía —evoca—, a través del inmenso golfo, se veían las luces de Maracaibo y, más lejos aún, los destellos interminables del Relámpago del Catatumbo, descargas eléctricas que se repetían con la regularidad de un faro marino.” A veces, cuando viajaba entre Costa Rica y Venezuela, pedía permiso para entrar a la cabina del avión. Eran los viejos DC-3 que hacían escala en Panamá o Colombia. “Me quedaba maravillado viendo los instrumentos y los pilotos —relata—. Tal vez allí nació mi fascinación por el vuelo.” Venezuela fue su segunda casa, su laboratorio de sueños. Años después reconocería que buena parte de su carácter —disciplinado, curioso, soñador— se forjó en esos años. “Era una niñez de gran libertad —rememora—. Tanto en Caracas como en San Juan de los Morros, y en otros lugares donde vivimos, todo parecía posible.” El país que cambió de rumbo Pero aquella Venezuela de bonanza pronto entró en turbulencia. La caída del presidente Marcos Pérez Jiménez en 1958 marcó el fin de la dictadura y el inicio de una frágil democracia. Los vientos revolucionarios de la época trajeron alzamientos, conspiraciones y tiroteos en las calles. Franklin tenía doce años cuando comenzó a oír las sirenas y a ver los disturbios desde las ventanas. “La situación política se había vuelto cada vez más difícil —registraría en su libro Mis primeros años en el planeta Tierra—. Durante nuestros últimos años en Altagracia pudimos presenciar demostraciones estudiantiles, balaceras y tiroteos entre agitadores y policías.” Era el fin de una era. En 1962, la familia Chang-Díaz regresó definitivamente a Costa Rica. Atrás quedaban los años del esplendor petrolero, los viajes por carretera, las noches de cielo abierto. Venezuela había sido el escenario de su infancia, pero también la chispa de su sueño. El joven que quiso alcanzar el espacio Cinco años más tarde, con apenas 17 años, Franklin tomó otra decisión crucial: dejar su país natal y viajar a Estados Unidos. No sabía inglés y apenas tenía dinero para llegar, pero llevaba en el corazón un propósito temerario: convertirse en astronauta. Estudió la secundaria en Hartford Public High School, obtuvo una beca para cursar ingeniería mecánica en la Universidad de Connecticut y se graduó con honores en 1973. Luego consiguió su doctorado en ingeniería nuclear en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) en 1977. Ese mismo año se nacionalizó estadounidense. Poco después, la NASA reabrió su programa de reclutamiento. De entre más de cuatro mil postulantes, solo 19 fueron elegidos, y uno de ellos fue aquel joven costarricense-venezolano que soñaba desde un techo. Primer latinoamericano en el espacio Según el investigador y especialista en temas aeronáuticos Fabián Capecci, el primer astronauta nacido en América Latina fue el cubano Arnaldo Tamayo Méndez, quien voló al espacio en 1980 a bordo de la misión Soyuz 38, dentro del programa soviético Interkosmos, que invitaba a países aliados a participar en vuelos espaciales. Tamayo Méndez marcó varios hitos históricos: fue el primer latinoamericano en llegar al espacio, el primer cubano y ciudadano del hemisferio occidental —fuera de Estados Unidos— en hacerlo, además de ser el primer afrodescendiente en superar la atmósfera terrestre. Su misión, de casi ocho días, se realizó junto al cosmonauta soviético Yuri Romanenko, a bordo de la estación espacial Salyut 6, donde llevaron a cabo experimentos sobre microgravedad, medicina espacial y biología, centrados en las reacciones del cuerpo humano en condiciones de ingravidez. Ahora bien, si se amplía la definición a “personas de origen hispano que volaron con la NASA”, el primero en esa categoría fue Franklin Chang-Díaz, nacido en Costa Rica y naturalizado estadounidense, quien debutó en 1986 con el transbordador Challenger y completó siete misiones espaciales, un récord compartido en la historia de la agencia. En agosto de 1981 se convirtió oficialmente en astronauta: el primero de origen latinoamericano. Su carrera fue deslumbrante. Entre 1986 y 2002, Franklin Chang Díaz participó en siete misiones espaciales, sumando 1.601 horas en el cosmos y casi veinte horas de caminatas fuera de la nave. Su primera travesía fue a bordo del Columbia; la última, en el Endeavor. En 1986, recién doctorado en Física del Plasma por el MIT, subió por primera vez hacia las estrellas, rompiendo no solo la barrera de la atmósfera, sino también viejos paradigmas dentro de la NASA. Con el tiempo, regresó al espacio seis veces más, hasta convertirse en uno de los astronautas con más vuelos en la historia. Su presencia demostró que el coraje no era patrimonio exclusivo de los pilotos de combate: los científicos también podían conquistar el infinito con la fuerza de la razón y la curiosidad. En 2012, su nombre fue inscrito en el Salón de la Fama de la NASA, como un homenaje a quien hizo de los sueños una ciencia y de la ciencia una forma de soñar. Durante su segunda misión, en el transbordador Atlantis, protagonizó una conversación transmitida en cadena nacional con el presidente costarricense y Premio Nobel de la Paz, Óscar Arias, desde la órbita terrestre. El video, disponible en YouTube, muestra a Chang Díaz sonriendo, flotando entre sus compañeros, mientras saluda a los espectadores. Un pedazo de Venezuela en cada órbita A pesar del tiempo y la distancia, Franklin nunca se desvinculó de la tierra que lo vio crecer. En 1988, en Caracas, el presidente Jaime Lusinchi lo condecoró con la Cruz de la Fuerza Aérea Venezolana durante el 68avo Aniversario de la Aviación. Fue un reconocimiento simbólico a aquel niño que había descubierto el infinito desde un pueblo guariqueño. En entrevistas y conferencias, siempre menciona a Venezuela con afecto. “En Altagracia de Orituco se esbozó esa llamita —reafirma—. Viendo las estrellas junto a mi hermana desde el techo de la casa. Fue el momento cuando verdaderamente empecé a soñar.” Quizás por eso, cada vez que miraba la Tierra desde el espacio, buscaba con la vista el Caribe y las luces del continente donde había aprendido a mirar el cielo. “Desde allá arriba todo se ve tan pequeño y, sin embargo, tan valioso. Pensaba en los niños que miran las estrellas, como lo hice yo alguna vez.” Del llano al cosmos Hoy, Franklin Chang Díaz, astrofísico y veterano de siete vuelos en transbordador, dirige Ad Astra Rocket Company, la empresa que fundó en 1993 en Texas y que desarrolla tecnología de propulsión de plasma para misiones interplanetarias. Su meta es reducir el tiempo de viaje a Marte. Es, sin duda, la continuación lógica de aquel impulso infantil: moverse siempre hacia lo desconocido. Pero más allá de los títulos y los récords, su vida encarna una metáfora poderosa: la de un hombre formado entre mundos, que supo unir en su biografía el esfuerzo de tres naciones. Hijo de Costa Rica, educado por Venezuela y consagrado en Estados Unidos, su historia demuestra que los sueños pueden tener múltiples patrias. En 1984 unió su vida a la de Peggy Marguerite Doncaster, una médica de temple sereno y mirada luminosa. De esa unión nacieron cuatro hijas —Sonia, Lidia Aurora, Miranda Karina y Jean Elizabeth—, quienes se convirtieron en el eje de su universo y en la fuerza silenciosa que lo acompaña en cada desafío. El cielo más estrellado del mundo En la memoria de Franklin Chang Díaz hay una imagen persistente: un techo, dos niños y el cielo más estrellado del mundo. Aquel firmamento venezolano, reflejado en sus ojos de niño, fue su primer simulador espacial, su primer viaje más allá de lo visible. Cada órbita que trazó alrededor del planeta fue, en el fondo, un regreso a ese instante. A la noche cálida en que un niño tico-venezolano descubrió que el universo no tenía límites, y que los sueños, cuando se miran con fe, pueden convertirse en destino. Porque antes de surcar el espacio, Franklin Chang Díaz aprendió a volar desde Venezuela. Fuente: Franklin Chang Díaz. Los primeros años: mis primeras aventuras en el planeta Tierra. Editorial de Costa Rica, 2017
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