El hijo de la panadera |
Escrito por Dr. Ángel R. Lombardi G. | X: @lombardiboscan |
Jueves, 03 de Octubre de 2019 00:00 |
Inés Quintero escribió “El Hijo de la Panadera” (Alfa, 2014), “su biografía” sobre Francisco de Miranda. No tengo nada que reprocharle, al contrario, agradecerle porque sus cualidades como historiadora competente, una vez más, salieron a relucir y esto nos permitió deleitarnos con su lectura, además de aprender acerca de tan fascinante como controvertido personaje. Noto que en “El Hijo de la Panadera” hay varios libros de Miranda a la vez, una reescritura cuya armonía no es idéntica en el todo. Al comienzo la autora se rinde a los encantos de la figura trágica de Miranda a través de la afrenta que sufrió el padre, luego queda aún más admirada por ese afán de ver mundo y hacerse de la nada de una figuración relevante tocado por la gracia de una personalidad curiosa y encantadora. Su paso por las grandes revoluciones de la época la dejan atónita, ¿y a quién no? Más luego, se atreve a documentar hechos controversiales en la vida de Miranda que la mayoría de los biógrafos omiten, aunque se abstiene de algún juicio negativo que pudiese menguar “su grandeza” de gran artífice de la Independencia hispanoamericana. Inés Quintero se enamoró de Miranda platónicamente hablando. Al final queda conmovida de su desgracia y extremo sacrificio por una causa perdida en la cual creyó como un poseso. No sé si mi apreciación es justa o correcta, sólo sé que esas fueron las impresiones que tuve. Trataré de hacer de “Abogado del Diablo” aprovechando el atrevimiento de Inés Quintero en revisitar a Miranda en un momento de bolivarianismo en declive para fortuna de sus angustiadas víctimas. De antemano diré que luego de avocarme al estudio de nuestra Independencia y su espiral destructora no siento ninguna simpatía por los militares que hicieron posible esa gesta. No creo en la guerra como entramado civilizatorio, por el contrario, representa un absurdo y su negación. Miranda es un hombre tocado por el peor de los pecados bíblicos: la vanidad (“Orgullo de la persona que tiene en un alto concepto sus propios méritos y un afán excesivo de ser admirado y considerado por ellos”). Autosuficiente, incapaz de practicar la auto-critica y extremadamente pretencioso. No caía bien entre sus interlocutores a menos que estos tuviesen una autoconfianza superior. Otro rasgo de su personalidad fue el dogmatismo, su falta de flexibilidad, que algunos pueden tildar esto como un déficit de inteligencia (Gerhard Masur: “Miranda fracasó porque sus ambiciones personales superaban a su capacidad”). No conocemos ningún escrito de Miranda auténticamente de alto vuelo, algo equivalente a una “Carta de Jamaica” (1815), por ejemplo, que le equipare a un “filosofo de la libertad” de cierta alcurnia. Por el contrario, su escritura es “normal” y su pensamiento liberal nunca se manifestó como profundo conceptualmente hablando. Si lo evaluamos por sus costumbres mundanas en la vida civil su comportamiento fue la de un burgués libre pensador, un vistoso dandy. Hombre de acción, eso sí, aventurero empedernido y hasta un tanto irresponsable y terco porque la derrota fue su hábitat natural, alguien por ahí lo tildó de ser un “pomposo derrotado”. Su debilidad fueron los saraos y bochinches, cualquier llamarada social de su época en la extensa geografía de la fachada atlántica era una invitación a su espíritu inquieto. Como Don Quijote su partido fue el de las causas perdidas, y en algunos casos, hasta nobles. En esto último, junto a su tenacidad irracional en pro de la Independencia de una patria continental utópica es lo que más me simpatiza y rescato de Miranda. Con todo, aún adolezco de la capacidad para elaborar un juicio equilibrado sobre la vida de Miranda. Mariano Picón Salas e Inés Quintero son estadios de pensamiento concatenados que ahora me invitan a transitar por otra obra fundamental y clásica sobre Miranda: la del escocés William Spence Robertson (1872-1955). Nunca sabremos reconocer al verdadero Miranda, sólo la variopinta opinión de sus más ilustres biógrafos, los cuales unos le admiran y otros le detestan. Su Colombeia es la única posibilidad que tenemos de rastrearlo y de reconfigurar sus hábitos, destrezas y falencias. Aunque hay que señalar que Miranda nunca escribió un “Diario” para ser mantenido en íntimo secreto, lo que tenemos es un ampuloso y desmedido tratado de propaganda personal (63 tomos) para ser leído y admirado en la posteridad. ¿Auténtico? ¿Atado por los convencionalismos de su época? ¿Inmadurez? ¿Revolucionario sin patria?, ¿Agente o Espía al Servicio del Imperio inglés? Figura poliédrica, paradójica y trágica. Con todos los reparos que podamos hacerle a la parte humana que la mitología ha vedado no hay la menor duda que estamos en presencia de un grande y complejo hombre. Muy pocos se han sumergido en la psique de Miranda y sus patinazos de carácter porque se trata de una deidad: el precursor de la independencia hispanoamericana, y algo que no es poca cosa, uno de los artífices de la Revolución Francesa en 1789, y si alguien duda de ello sólo tiene que visitar París e hinchar el pecho de orgullo cuando se visualiza el nombre de Miranda en el Arco de Triunfo en los Campos Elíseos. Para Inés Quintero, la galantería de Miranda es normal en un hombre soltero y apuesto. Uno se sorprende y hasta envidia tiene de las colecciones de mujeres y amantes que tuvo. El “Miranda Intimo” es un discípulo de Don Juan, conquistador irresponsable de núbiles y casadas. ¿Sabía corresponder Miranda a un compromiso amoroso de alto calado? ¿Sabía respetar Miranda las convenciones matrimoniales de la época? En lo absoluto. ¿Cómo hizo Miranda para ser un trotamundos y llevar una vida dispendiosa sin que se lo conociese un empleo estable? A mí me sorprende en Miranda su capacidad para entrar en contacto con Catalina, la zarina de Rusia, y los pro-hombres de la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa en París siendo apenas un desconocido. Por timidez no le encontramos flaquezas. Aunque creo que su secreto estuvo en que terminó siendo una especie de súbdito inglés, un espía al servicio de Inglaterra para socavar el dominio español en América. Inés Quintero incluso nos revela la cantidad de dinero mensual que recibió de la Corona Británica por un largo lapso de veinte años o más. Decir esto es herético. Incluso, la cesión de la Isla de Margarita, formaba parte de la estrategia de Miranda para ganar el apoyo político inglés en la proyectada invasión de la América española. Miranda al igual que Bolívar, tamaña contradicción, estimaron que el imperialismo inglés era superior al imperialismo hispánico. Inglaterra nunca respaldó a Miranda porque lo percibió como un solitario filibustero dueño de una fantasía revolucionaria sin apenas basamento real. La famosa Acta de París (1797) es sólo un ardid para cazar incautos. Cuando Miranda invade Venezuela (1806) en una expedición suicida e irrisoria, orquestada ésta desde los Estados Unidos, todo su aislamiento se hace palpable. Miranda se auto engañó respecto a sus aliados ingleses y venezolanos. Mondolfi Gudat, Edgardo, experto en el tema mirandino y estudioso de los testimonios de los mercenarios extranjeros que le acompañaron en tan arriesgada empresa “bajo engaño”, son unánimes en reprobar el liderazgo de Miranda tildándolo de autoritario e incompetente. Donde el libro de Inés Quintero se hace grande de acuerdo a nuestro parecer es cuando indaga en el momento estelar de la vida de Miranda, el de su triunfo histórico, y a la vez ocaso, como artífice de la Independencia (5 de julio de 1811) y Dictador de la Primera Republica (1812). En ese momento la autora habla del cierre de una parábola alrededor de una historia de resentimientos, rencores, odios, rechazos y venganzas que se inició con la afrenta al padre (1769) y su entrega a Monteverde por parte de Simón Bolívar (1812) (una felonía de éste sin darle muchas vueltas al deplorable asunto, tal como acotó asertivamente Elías Pino Iturrieta). Miranda no sólo vino en 1810 a independizar a Venezuela sino también a cobrarse una vieja afrenta. Su linaje cuestionado ahora estaba revestido de un prestigio de clase mundial que el sector mantuano se resistió en reconocer. El triste final de un Miranda incapacitado para reaccionar con furor ante el realista Monteverde y sus huestes tiene que ver con su derrumbe moral y emocional ante el cerco de sus “amigos” criollos. Esos mismos amigos devenidos en enanos al entrar en la escena caribeña el “viejo” titán de 60 años. Los chismes y la inquina contra Miranda no dejaron de maltratarlo ni un solo momento, hasta una infamante bofetada tuvo que sufrir, y no es una metáfora porque Inés Quintero recoge el incidente en la página 159. El orgulloso Miranda pensó en una aclamación imaginaria que los criollos desmintieron de inmediato. Hasta Juan Germán Roscio, miembro de la Junta Suprema, no disimuló nunca su rechazo y antipatía personal. En fin, Miranda fue percibido como un enemigo irreconciliable de la nobleza caraqueña y como tal fue combatido. Y esto sí es una ironía porque el posterior desarrollo de la historiografía nacionalista soslayó éste hecho. Al igual que el Bolívar aristocrático santificado y reconvertido en héroe popular hacía falta su equivalente en el período de la pre-independencia (1749-1808) y ese vacío mitológico fue llenado por Miranda. Según Heidegger, pensar es agradecer. “Gendake viene de gedane (gracias, recuerdo, memoria)”. Y ésta propuesta intelectual de Inés Quintero no sólo viene a enriquecer el alicaído mundo cultural venezolano alrededor de la historiografía sino a volver sobre los tan necesarios debates acerca de los grandes prohombres de nuestra recargada memoria de la Independencia nacional en unos términos de ejercicio profesional solvente, indistintamente si sus apreciaciones concuerdan o no con nuestras opiniones. Yo le estoy agradecido.
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