| Sobre la balanza |
| Escrito por Tatiana Perich |
| Martes, 18 de Agosto de 2009 08:58 |
Cuatro semanas y tres días. Eso fue lo que duró mi dieta. Solo aguanté 744 horas. Una vez que vi que los jeans ya no me reventaban y que podía sentarme tranquila sin sentir que el botón se me clavaba en la panza, claudiqué.
Siempre pensé que era de esas personas que nunca en su vida iban a ser capaces de ceñirse a un régimen alimenticio, que no tenía en mí la fuerza de voluntad necesaria para decirle no a todo lo rico y engordante. Pero una tarde me sorprendí con el teléfono en la mano sacando cita con una nutricionista que me habían recomendado. Me sorprendí más dos días después cuando entré al consultorio de la doctora dispuesta a empezar a comer sano y a bajar todos esos kilos extras que me acompañaban a todos lados y que ya no podía ocultar más. Todo empezó varios meses atrás. Ya en mis vacaciones de setiembre, la ropa que había utilizado el verano anterior me sorprendió en pleno viaje cuando al cierre simplemente no le daba la gana de terminar de subir. Pero bueno, no quise estropear mi onda relax y me hice la loca. Luego llegó el verano y con él, el reto de mostrarme en bikini. ¿Se acuerdan que les conté que había resuelto armarme de valor y confianza? Bueno, así lo hice y no me hice mayores paltas. Sin embargo, cuando empezó el invierno no pude seguir ignorando lo evidente: La ropa ya no me quedaba y yo me sentía mal conmigo misma, para qué negarlo. Tenía dos opciones: comprarme ropa nueva y más grande o regresar a mi peso anterior, ni tan tan ni muy muy. La decisión fue obvia. Así dejé que la nutricionista me indicara qué desayunar, qué almorzar y qué cenar durante poco más de cuatro semanas. Adiós harinas, azúcares, carbohidratos y grasas. Hola verduras y bienvenida Splenda. De la noche a la mañana me volví una chica light y mis platos de comida parecían los de un conejo. Al principio fue difícil, muy difícil. Mi café no sabía igual, almorzar acompañada con gente que comía “normal” era todo un reto y fue necesario borrar de mi memoria el recuerdo de mi comida favorita –las pastas-. Pero pude, ¡y cómo no iba a hacerlo!. Los ocho kilos de más que me revelaron la balanza en mi primera cita con la doctora (hacía por lo menos un par de años que no me pesaba) me espantaron, me traumaron, me marcaron. Ocho kilos, casi diez. ¡Con razón que los pantalones no me cerraban y que me sentía una chancha, pues! Esa fue mi motivación: volverme a sentir bien y cómoda. Además, de vez en cuando en mi cabeza resonaba una frase que no sé dónde escuché o quién me la dijo: “Si a esa edad no puedes bajar los kilos de más, imagínate cómo estarás en un par de años”. Eso melló mi autoestima, pero sacó de mí la fuerza de voluntad y disciplina que creía inexistentes. Pasó un mes y poco a poco, de manera saludable, logré bajar cinco kilos. Todavía no había llegado a la meta, ¡pero qué distinta me sentía! Lo malo fue que con ese cambio y confianza renovada llegó la tentación: poquito a poquito empecé a comer carbohidratos de nuevo, hasta que sin darme cuenta la dieta se convirtió en un vago recuerdo, no sé si por descuido o por las dos semanas que estuve llevando un taller con constantes 'coffee breaks'. Comiendo.jpg Ayer a la hora de almuerzo estaba en la cola de un restaurante chatarrero, de esos al paso a los que no iba hacía mucho. Todo olía a grasa y fritura, y se me hacía agua la boca. Cuando llegué a la caja pedí mi combo favorito y a la hora de pedir la gaseosa me escuché a mi misma diciendo algo que luego me pareció ridículo: “Mejor dame la Inca Kola light, por favor”. Es como si la mitad de mi cabeza todavía estuviera consciente de que me tengo que cuidar, que fuera de que esté gorda o flaca, comer tanta cochinada no me hace bien. Pero, por otro lado, mis impulsos golosos y de buen diente me ganan. Nunca antes el tema del peso me había creado tanto lío. Siento que no me puedo dar el lujo de ir aumentando una talla de pantalón por año, que no puedo privarme de usar tal o cual polo o de tirarme en la arena en un traje de baño de dos piezas simplemente porque me siento mal por verme mal. Pienso que tengo que mantener las formas porque sino, ¿cómo voy a hacer cuando tenga hijos? No quiero ser de esas mujeres con el paso de los años se dejan al olvido. No sé cuánto estaré pesando ahorita. De hecho, estoy segura que de esos kilos que bajé, por lo menos he recuperado un par. Y no les voy a mentir, cada vez que recuerdo eso, me siento mal. ¿Por qué? Porque sé que poco a poco estoy tirando al tacho todo mi esfuerzo que invertí en sentirme bien. Algo contradictorio, ¿no? Es un rollo que pasa más por cómo me veo frente al espejo y cómo me siento que por el hecho de cómo me puede ver el resto. Es una batalla que mantengo con mi parte tragaldabas, que no entiende que puedo comer todo lo que quiera, siempre y cuando sea algo sano y balanceado. Hoy almorzaré una ensalada, pero con pollo, claro. ¡Tampoco me quiero morir de hambre! Fuente: Blogs El Comercio (Perú) |
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