Carisma, luces y sombras
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis   
Martes, 16 de Diciembre de 2025 00:00

altEn Personalidad y poder, Forjadores y destructores de la Europa moderna (2022), el británico Ian Kershaw ofrece un interesante ensayo

en el que, a partir de doce biografías de gobernantes del siglo XX europeo, examina el impacto positivo y negativo del liderazgo carismático. La historia aporta, en efecto, numerosos ejemplos de seres humanos que, dotados de esa cualidad extraordinaria (Weber), esa chispa trascendental, -despertada o probada, nunca inoculada- han dejado huella en sus sociedades, para bien y para mal. Ora fungiendo como “héroes” democráticos -Churchill, de Gaulle, Konrad Adenauer, Thatcher, Gorbachov o Helmut Kohl-; ora como monstruos autoritarios -Lenin, Stalin, Hitler o Mussolini-, el análisis de sus actitudes constituye para Kershaw un ineludible punto de partida a la hora de entender si las circunstancias influyeron en su ascenso o si, más bien, fueron sus particulares personalidades, su magnetismo nato, lo que reordenó el curso de los acontecimientos… ¿o ambas cosas?

Tratando a duras penas de esquivar las valoraciones morales sobre sus desempeños, sine ira et studio, habrá que admitir que nos enfrentamos acá no a sujetos-objetos vapuleados por la casualidad, esa fuerza del azar que para Maquiavelo jugaba papel medular en la forja del Príncipe, el político que logra lo que se propone. Se trata de personas que, apalancadas en esa misma contingencia, asumieron control directo sobre la ocasión a punta de astucia, olfato, lectura de la realidad, adecuación de medios y fines, determinación para triunfar políticamente, para conquistar y mantener el poder. Unas veces por vía de la razón democrática, otras por la brutalidad desplegada sin clemencia ni escrúpulos, el carisma ha operado también allí como potenciador del momento y aliño decisivo a la hora de movilizar a las masas en favor de la legitimación de las decisiones del liderazgo. 

Entonces, ¿es la personalidad carismática buena o mala per se? ¿Es acaso una simiente de la degeneración inevitable? No necesariamente. Lo que hace potencialmente destructivo o constructivo al carisma quizás tenga que ver con el marco ético que emplaza a su dueño y la facultad que le da para refrenar (o no) la seducción de la vanidad: esa infatuación patológica que lleva al líder a creer que su ascendencia sobre otros es tan imprescindible como incuestionable. Figuras como MandelaGandhi o Luther King, tan carismáticos como conscientes de que su legitimidad derivaba de su responsabilidad política, dan fe de esa capacidad para no ceder ante el manoseo de aduladores o la coacción de los censores, para modular la comprensible ambición personal y ponerla a trabajar en función del bien común. La autocontención resulta allí clave para “domar el alma”, a decir de Weber, y no permitir que la dinámica de intensa transferencia afectiva nuble el juicio del conductor de masas.

En sus antípodas, contrapuntean aquellos populistas autoritarios, figuras de perfil mesiánico que, dotados de innegable atractivo personal y ganados por el goce libidinoso del mando, se permiten abusar de su credibilidad, adulterar las reglas de juego y promover la concentración de poder, abonando a la debilidad institucional y la polarización. A expensas de la suspensión del pensamiento crítico, incluso la idea de la “inutilidad” de la rendición de cuentas luce entonces tolerable. El impacto emocional sobre los seguidores se agudiza al punto de entorpecer cualquier análisis racional. La dependencia del líder llena vacíos psíquicos entre individuos inhabilitados por la incertidumbre y la regresión, entre sociedades a menudo infantilizadas, en las que la necesidad de construir estructuras sólidas que garanticen sostenibilidad política a largo plazo tiende a ser subestimada.

Junto con la sensación de baja autoeficacia e impotencia, el locus de control externo opera como mecanismo que refuerza esa sujeción. La creencia de que la fuerza personal y la capacidad de inspirar a mayorías importan más que la adhesión a una propuesta programática, va dejando a los individuos a merced de los vaivenes y la imprevisibilidad personalista, a merced de la espera y la fe en que otro actuará por ellos. Un ciclo vicioso que, alentado por crisis sociales, económicas o políticas, empuja a los desesperados a recobrar la sensación de control identificándose con una figura dominante (un pseudo-padre), en apariencia efectiva, capaz de mitigar el caos y brindar un sentido (Durkheim). He allí una situación de alivio psíquico intenso en medio de la anomia, sí, pero que al disolver la corresponsabilidad ciudadana y la necesidad de participación y accountability, eclipsaría la posibilidad de gobernanza colaborativa, comprometería la capacidad de agencia y autonomía necesarias para operar en democracia.

Para Gustave Le Bon, pionero en ese estudio de la dominación carismática que luego profundizará Weber, el análisis de los seguidores (concebidos en términos de “masa”, “multitud” o “muchedumbre”, e identificados con fenómenos propios de principios del siglo XX como los linchamientos y revueltas) resulta fundamental a la hora de descifrar esta relación. El individuo se transforma al sumergirse en esa masa, afirma, volviéndose menos racional y, por ende, menos interpelado por las consecuencias de sus acciones. (“Ningún copo de nieve se siente responsable de la avalancha”, reza la frase que unos atribuyen a Voltaire, otros al polaco Stanisław Jerzy Lec). Esa avalancha desinvidualizada y anónima opera en atención a sus pulsiones, haciéndose más vulnerable a los efectos de una sugestión que la puede hacer “mejor o peor”, según se oriente. La gratificante conexión con un caudillo capaz de encauzar sus energías mediante un discurso simple e impactante, cargado de imágenes emocionales y golpes de efecto, muta así en adicción.

Augurando que el siglo XX, a diferencia de los anteriores, sería el de la irrupción (legal) de las masas en la vida política, Le Bon concluye que todo líder interesado en ser eficaz tendrá que exacerbar ese “prestigio”, ese magnetismo personal, impresionar la imaginación de los más, penetrar la lógica del gran público y aprovecharla para sus fines. Esta situación que evoca una suerte de hipnosis colectiva, dice, requiere además del “contagio” social de ideas, de la “imitación”. No en balde su popular trabajo, Psicología de las Masas (1895), además de interesar a Freud para el desarrollo de sus tesis sobre la identificación y el “ideal del yo”, ofreció inspiración para la propaganda nazi.

Pérdida temporal de la personalidad individual consciente. Sustitución por la sensación de “unidad mental”. Reacciones supeditadas a la unanimidad, la emoción, la irracionalidad. En ese trato desdeñoso que un liberal conservador como Le Bon dispensa a las masas electorales, seguramente podemos rastrear cierta ojeriza contra la democracia (en masa, “los hombres se igualan siempre… el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores”, afirma sin pudor). Pero observaciones sobre el despotismo de “ideas transformadas en dogmas” y que, contagiadas sin discriminación, pudiesen sustraer racionalidad a la política, no deja de resonar con nuestro presente. La dinámica de las redes sociales, vehículos prestos a esa proyección a gran escala del carisma, a la propagación de opiniones y su consecuente adopción acrítica (opiniones que dimanan de una gramática moral única, la del líder, el irrebatible “influencer”) hoy parecen darle razón.  

Revisar teorías más recientes -las que, en lugar de desalojar a priori el papel de los afectos, incorporan su aporte, textura y vitalidad a la dinámica política- permite sin embargo aproximarnos con un poco menos de recelo al fenómeno del carisma. A partir de la impresión que tiene a veces de que está dominado por una potencia moral que le supera, y “cuyo intérprete es” (Durkheim), el líder carismático puede volverse motor de sacudidas propicias y trascendentales, sin duda. Pero eso siempre deberá pasar por el cedazo del sentido de responsabilidad, ese cable a tierra y dique del ego; esa consciencia de finitud que afecta el vínculo emocional compulsivo y lo transforma en humanidad que se repara y coopera para no hacer daño.


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