| Antipolítica: el Aplauso programado |
| Escrito por Freddy Marcano | X: @freddyamarcano |
| Martes, 04 de Noviembre de 2025 00:00 |
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Pero detrás de ese fenómeno se esconde algo más profundo: la antipolítica, una corriente cultural que vació de sentido a las instituciones, despreció el diálogo y redujo la acción pública a una lucha moral entre el “pueblo bueno” y la “élite corrupta”. La segunda parte del libro “La democracia después del populismo”, coordinado por Javier Redondo Rodelas y María Inés Fernández Peychaux (editorial Tecno, Madrid), nos invita a mirar con más detenimiento los métodos de penetración de la antipolítica, su lenguaje, su moralismo, la manipulación de la memoria y la sustitución del pensamiento por la emoción. El lenguaje populista, como expone Javier Redondo en el capítulo correspondiente, no solo distorsiona el discurso políticos, sino que también redefine la realidad. Las palabras pierden su sentido racional y se transforman en consignas. En lugar de debatir, se acusa; y en lugar de convencer, se moviliza. En Venezuela lo hemos vivido de manera ejemplar: términos como “soberanía”, “patria” o “pueblo” dejaron de ser conceptos de debate cívico para convertirse en armas ideológicas. El populismo logra así imponer una lengua de la lealtad, donde toda disidencia suena a traición. La política deja de ser el arte del diálogo y se convierte en arte de guerra que pretende la pureza moral. Esa moralización de la política como explica −María Inés Fernández Peychaux− es otro paso hacia la destrucción institucional. Cuando la política se confunde con la moral, el adversario pasa a ser un enemigo. En lugar de instituciones que equilibren el poder, se imponen juicios de valor que legitiman la persecución. Venezuela es un ejemplo dramático: el poder político asumió el papel de juez moral, dictando quién representa al pueblo y quién es su enemigo. La división entre “buenos” y “malos” anuló el espacio común de la república. La ley fue desplazada por la lealtad emocional, y el respeto institucional, por la obediencia personal. Otro punto crucial del libro es el análisis de la memoria democrática, trabajado por Carmen González Enríquez. Los regímenes populistas manipulan el pasado para justificar su presente. Reescriben la historia, seleccionan héroes, borran errores y presentan la continuidad del poder como destino nacional. En Venezuela, la memoria colectiva fue moldeada a través de un relato de redención: el poder se presentó como vengador de los olvidados. Así, se sustituyó la historia real por una mitología que anuló el aprendizaje político. Y, como es sabido, una sociedad sin memoria crítica está condenada a repetir sus errores. A estos mecanismos se suma lo que los autores llaman activismo sincronizado: una forma de militancia emocional que uniforma la opinión pública. Las redes sociales amplifican el discurso populista, promoviendo la indignación instantánea y el pensamiento binario. El ciudadano se siente partícipe del proceso político pero, en realidad, repite consignas sin reflexión. Es el activismo del “clic”, del “retuit”, del aplauso programado. Venezuela ha padecido esa sincronía: cada crisis se transforma en consigna, cada consigna en división y cada división en impotencia. Otro síntoma de la antipolítica es el culto a la personalidad y la comercialización del liderazgo, descrito por José María Lassalle. En las sociedades dominadas por el populismo, los líderes se convierten en marcas y los seguidores en consumidores de esperanza. La política se vende como producto: promesas, emociones, slogans. Lo hemos visto en nuestro país y más allá: la figura del líder absorbe toda expectativa y, al mismo tiempo, todo fracaso. La antipolítica destruye la institucionalidad porque sustituye los procesos por personas, el Estado por el caudillo y la Constitución por la voluntad. Finalmente, en el análisis sobre las actitudes hacia la democracia liberal, se pone en evidencia el daño cultural que ha dejado esta penetración antipolítica. Los ciudadanos ya no confían en las instituciones, sino en emociones efímeras. La política se percibe como un juego sucio, mientras la indignación sustituye a la reflexión. Y así, la democracia se vacía de sentido: deja de ser un sistema de derechos y pasa a ser un escenario de resentimiento. En Venezuela, este fenómeno ha sido devastador: la antipolítica prometió limpiar la política, y terminó eliminándola. El denominador común de todos estos capítulos es el mismo: la destrucción de los valores cívicos. En lugar de responsabilidad, se cultiva la victimización. En lugar de pluralismo, se impone la unanimidad. En lugar de instituciones, se adoran voluntades. Los antivalores —la intolerancia, el fanatismo, la mentira útil, la manipulación emocional— se han infiltrado en la cultura política, convirtiendo a la democracia en una forma vacía, sin alma republicana. El populismo no solo se aprovecha de las debilidades institucionales, las fabrica. Pero el camino no está cerrado. Si el populismo y la antipolítica penetraron al sistema por la cultura, también la reconstrucción debe comenzar por la cultura cívica. Necesitamos recuperar el sentido de la política como bien común, el valor de la palabra como espacio de encuentro y el respeto institucional como garantía de libertad. No hay democracia sin educación ciudadana ni ciudadanía sin responsabilidad. La salida no pasa por un nuevo mesías, sino por una nueva conciencia democrática. Venezuela tiene aún reservas morales y sociales para reencontrarse con su destino republicano. Pero ese reencuentro no vendrá de la indignación ni del odio, sino del compromiso con la verdad, la justicia y la ley. La tarea de nuestra generación no es destruir lo que queda, sino reconstruir la confianza. Solo así podremos pasar del lenguaje de la rabia al lenguaje de la razón, del seguidor sumiso al ciudadano libre y del espectáculo populista al renacimiento institucional. |
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