| Milenarismos de ayer y hoy |
| Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
| Martes, 28 de Octubre de 2025 00:00 |
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“El ser humano es el animal más inteligente de la tierra, pero también el más delirante”. Yuval Noah Harari
Las imágenes nos abruman. Por un lado, un jefe político en el centro de un concurrido salón oval, tocado al mismo tiempo por seguidores-colaboradores en suerte de ritual para canalizar las energías de la tribu y transferirlas al elegido. Antes de eso, en Brasil, aquel que se autocalificaba como "instrumento de Dios", Jair Messias, salvador salvado, anunciaba la batalla “del cielo contra el infierno” luego de que los fotógrafos lo captasen llorando en el hospital tras su apuñalamiento en 2018. En otros lares, todavía arde la impronta de un caudillo, un presidente en agonía mientras creía recibir la bendición del cielo, la lluvia que en 2012 inauguraba un mandato signado por la finitud, la enfermedad que lastra y condena el cuerpo mortal del rey: “yo no soy yo, yo soy millones”. Más atrás en la historia, figuran las fotos de una mártir al borde de la muerte: allí está “Santa Evita” dirigiéndose a una miríada de trabajadores, plantada en el balcón de la Casa Rosada en mayo de 1952, asida al brazo de su marido y prometiendo estar siempre al lado del pueblo: incluso, entiéndase, cuando ya no esté. Son ellos y son otros, distantes pero no tan distintos, llevados por la convicción de que en sus manos reposa la responsabilidad de construir una sociedad perfecta, un "Reich de mil años", carga que quizás también salpica al cosmos entero. Más que dirigentes circunstanciales, más que figuras ocupando el vacío perecedero del poder, suelen verse a sí mismos como “líderes espirituales de la Nación”. Conductores armados de un proyecto, de un discurso sin sofisticaciones pero cargado de pathos, capaz de calar a fondo entre los más. Focos de una devoción, en fin, que habla más del advenimiento de un orden mesiánico que de un actor político operando en tiempos marcados -en teoría- por la despersonalización del poder. Es allí donde la gramática redentora-religiosa aparece con una fuerza que arropa a la política, que desafía sus coordenadas -el presente y lo posible- y su finalidad, la de procurar hacer de ese presente lo mejor posible. Lo mundano de esa certeza, lo profano en la urgencia del aquí y ahora entran en contradicción “armoniosa” con una utopía que busca posicionarse en este “nuevo desorden del mundo" (Bauman, 1998). Frente al vacío causado por la desesperanza, resurge la invitación a alcanzar la tierra prometida, un llamado que cobra fuerza en momentos de desintegración de un orden, del predominio de un estado de incertidumbre que anticipa el caos y la anomia. Mesianismo y milenarismo, fenómenos vinculados a la expectativa judeo-cristiana de una salvación inminente, total, implacable, colectiva y de este mundo, se tiñen también de los audaces tonos de la nueva modernidad, de la liturgia de la interdependencia global, de su secular teología. Así, la fantasía de un "liberador” no deja de deambular en el imaginario religioso y político de las sociedades, incluso aquellas que lucen más favorecidas por el progreso. Cuando las ideologías ya no sirven como incentivo para la cohesión, cuando la incredulidad respecto al sistema gana terreno y sobreviene la dislocación, la despolitización, crece la apuesta a ese individuo o movimiento que surgirá para poner fin al sufrimiento del presente. (Recordemos que, bajo esas mismas premisas, una nueva esperanza política “con la bendición de los cielos” llegaría incluso a construir mitos mesiánicos durante el siglo XX para justificar interferencias y golpes de Estado en Latinoamérica.) Ese marco narrativo que promete la salvación o la transformación radical ante crisis sistémicas ha encontrado en el siglo XXI un nicho propicio para su relanzamiento. El declive de las ideologías tradicionales, el descontento social y la polarización abonan el terreno para el miedo-esperanza. En virtud de eso, no sólo se siembra la idea de que un líder carismático y restaurador de una mítica “edad de oro”, dueño de una visión incontestable y dotado de cualidades casi divinas, guiará a la nación hacia la prosperidad que él, exclusivamente él, encarna. También cobra cuerpo la expectativa de que un cambio radical y total del orden social y político, fruto de un evento inminente -una guerra, una crisis profunda, una invasión, una revolución- dará paso a una nueva era de paz, justicia y prosperidad que volteará la suerte de los oprimidos. Enraizadas con la fe en redentores de turno cuyos fines, paradójicamente, exonerarían el despliegue de los métodos más salvajes, las imágenes se multiplican en todo el mundo. El discurso del milenarismo, su apelación constante a “guerras santas” contra un mal radical se reedita aquí y allá, en medio de situaciones de angustia que alteran y destruyen los vínculos sociales. Una población tragada por la impotencia y la inseguridad sin atenuantes, ávida por tanto de representaciones que la contengan y conforten, será presa fácil de tales envites, claro está. Comprender eso, sin embargo, no hace menos grave el problema de las causas y efectos, las motivaciones profundas del milenarismo, su antiinstitucionalismo inherente: pues sabemos que “la creencia milenaria se levanta sobre una base de deseo exasperado de venganza y de una esperanza exacerbada e impaciente”, mezclando “un misticismo desorbitado con un perfecto amoralismo” (Merino Medina, 1987). Son dramáticas las muescas que, a cuenta del ascenso de la revolución bolivariana, el mesianismo-milenarista dejó en la sociedad venezolana, por ejemplo. El movimiento que algunos analistas encuadraron como “fenómeno emocional colectivo”, un ethos que abrió paso a “un nuevo sujeto socio-histórico” (¿hombre-masa? ¿hombre-secta?) cohesionado por su odio contra un enemigo que no admitía treguas, parece seguir buscando cauces en el presente. A merced de la marginación y la penuria que no cesan, esta visión místico-teológica, la del mundo "sagrado" que surge en oposición al mal y la decadencia, puede que haya terminado reinventándose y colándose en otros terrenos: expandiéndose en momentos de efervescencia colectiva, apuntando a la disolución de lo político. ¿Qué esperar en lo adelante? ¿Cabe normalizar, nuevamente, la entrega ciega a un líder o a una causa, esa pertenencia rabiosa a una identidad colectiva que desemboca en sometimiento, en supresión del pensamiento crítico, en abolición de la autonomía? ¿No basta la experiencia previa para entender que la política no es espacio de ortodoxias moralistas sino de intereses, sagacidad estratégica y equilibrios de poder? Al final: ¿optaremos por privilegiar la vis del delirio, no la del humano discernimiento? |
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