Capotes rojos |
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
Martes, 11 de Julio de 2023 00:00 |
además de crear una pequeña coalición sin los socialistas, que su partido se inscribiría formalmente para participar en los futuros eventos electorales en Chile. Ricardo Lagos, ex militante del Partido Radical y miembro fundador del Partido por la Democracia, (PPD, 1987), cuenta que al saber lo que Aylwin había prometido, decidió hablar enseguida con él: “Si formas una pequeña coalición, tú serás Adolfo Suárez y yo seré Felipe González”. Se lo dije así porque una vez, saliendo de una reunión, Gabriel Valdés me dijo: “Yo no voy a ser Adolfo Suárez para que tú seas Felipe González. Vayamos juntos al gobierno porque hay que adoptar muchas medidas difíciles”. En este sentido, explica el ex presidente Lagos, lo primero “fue la decisión del Partido Socialista de colaborar con la Democracia Cristiana… teníamos que superar una profunda desconfianza para lograr nuestras metas democráticas. Y lo logramos.” Cabe recordar que en un país donde una censura férrea bloqueaba el acceso de los políticos de oposición a los medios, Lagos adquirió significativa notoriedad tras participar, el 25 de abril de 1988, en el programa “De cara al país”, de Canal 13. La aparición ocurría en el marco de los acuerdos negociados con el gobierno de cara al plebiscito: por primera vez se habilitó una franja de quince minutos en televisión nacional para que los principales dirigentes de los partidos legalmente inscritos defendiesen sus opciones, “SÍ” o “NO”. Con su célebre dedo índice apuntando a cámara e interpelando directamente a Pinochet (“me parece inadmisible que un chileno tenga tanta ambición de poder”), Lagos dejaba memorable testimonio de su postura: “…hablo por 15 años de silencio. Y me parece indispensable que el país sepa que tiene una encrucijada y una posibilidad de salir de esa encrucijada, civilizadamente, a través del triunfo del No”. Desde ese momento, Lagos se volvió líder indiscutible de la oposición chilena, reconocido aquí y allá por su valentía, por ser corazón y cabeza visible de la Concertación de Partidos por el No. El paso siguiente parecía ser su designación como candidato en las elecciones generales. Sabemos, no obstante, que el itinerario fue otro. “No quise presentarme a la presidencia en 1989 aunque tenía bastante apoyo (…) pero era consciente de que, si me presentaba como candidato, podía haber otro golpe de Estado”. Aunque muchos lo veían como una opción ideal, “para mí estaba claro que era imposible. Hubiera sido como poner un capote rojo delante de un toro. Por eso, dos días después del plebiscito anuncié que no sería candidato. La transición exige que algunos renuncien a sus aspiraciones legítimas”. Fue así como Aylwin, reconocido primus inter pares, se convirtió en candidato capaz de acercar posturas, venciendo a quien fuera ministro de Hacienda de Pinochet, Hernán Büchi. Los pormenores de la democratización chilena sirven para hurgar, una y otra vez, en la gestión de un liderazgo que aprendió de sus previos y onerosos errores. Un liderazgo absolutamente consciente de su realidad política, de las dificultades del presente; capaz al mismo tiempo de mirar más allá, con flexibilidad estratégica, calculando racionalmente los riesgos que se van cocinando sobre la marcha. Tras el triunfo de Aylwin como candidato de la Concertación de Partidos por la Democracia, y de acordar de buen grado reducir el mandato presidencial de ocho a cuatro años, por ejemplo, se llegó a pensar que “luego cada uno se iría por su lado y podríamos volver a pelearnos”. El arduo trabajo de transformación emprendido apenas arrancaba, sin embargo. Esa certeza alimentó la necesidad de extender el pacto en el largo plazo y pasar a otra fase, la de “un programa común para el cambio político, económico y social” que el propio Lagos adoptó como presidente electo en el 2000. Una suerte de inteligencia colectiva permitiendo la superación de los sesgos cognitivos individuales (Tom Atlee), surgía y se expandía a propósito de esa noción de destino compartido. El estudio comparado de procesos similares en el mundo, de hecho, induce a creer que cuando los líderes políticos de las facciones en pugna cooperan y moderan las expectativas de sus bases, las posibilidades de triunfo colectivo aumentan. Y viceversa: los fracasos de estos proyectos democratizadores suelen vincularse a fallas de los líderes principales. (O’Brien, 2010). Naturalmente, al margen de otras incidencias y dinámicas, el factor humano resulta una variable esencial en política. Es el líder quien presta voz y carne a una estrategia, quien la representa; quien despunta y logra erigirse como guía de muchos pues, en teoría, conoce mejor que nadie los medios idóneos para alcanzar los fines asociados a dicha estrategia. Sin embargo, atributos personales como el carisma, el atractivo físico, la autoconfianza, la habilidad retórica, la madurez o la facultad para la conducción colectiva no son suficientes cuando no existe un contexto que facilita la operación política. De allí que los líderes mesiánicos, los demagogos y populistas, proclives al voluntarismo y no tanto a la agregación, la negociación o la delegación, no suelan estar asociadas a procesos de democratización exitosos; y que más bien esa faena esté reservada a un liderazgo compartido entre personas que asumen distintos roles y se asisten entre ellas. Más allá de la emoción que puede y debe invocar un proyecto que entraña tanto conquista del poder como cambio profundo de paradigmas, no hay que perder de vista algo sustancial: la racionalidad política, la razón práctica debe prevalecer a la hora de tomar decisiones para que estas, lejos de operar como “un capote rojo delante de un toro”, consoliden el próximo paso, permitan obrar rectamente de acuerdo a un fin. Una advertencia imposible de ignorar para venezolanos que miran el ruedo electoral de 2024-2025 y distinguen allí una oportunidad para la mudanza civilizada. Una que a merced del ruido de los exaltados, los ansiosos; de los que no anticipan el lorquiano dolor, el “muslo con un asta desolada”, podría acabar (otra vez) comprometida.
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