Banalidad y salvación
Escrito por Luis Barragán   
Martes, 22 de Septiembre de 2009 02:05

altDespués de una década, el chavezato nos ha tupido de algo más que de simples circunstancias. La persistencia y agravación de los problemas que padecemos, delata lo que podríamos llamar las tendencias estructurales del régimen, ahora consolidadas. Por consiguiente, la delincuencia común no obedece únicamente al descalabro de los valores de nuestra injusta sociedad que el modelo en curso no ha logrado revertir, sino al deliberado propósito de sostenerla como mecanismo de control social que contribuye a ocultar otros desmanes. Quisiéramos que otra fuese la conclusión, reacios a tildar de desalmados a todos los que gobiernan, pero son los hechos, gestos y palabras los que avalan tamaña convicción y constatación.

Las cifras fatales no conmocionan al gobierno nacional e, incluso, priva la sospecha de una manipulación estadística que se estrella contra el valladar de las realidades: las morgues. La prioridad absoluta es la de sostener a cualquier precio la mentada revolución, incurriendo demasiado frecuentemente en la delincuencia política, desde el propio Estado que monopoliza las responsabilidades punitivas, sin asomo del más tímido rubor de unos conductores que enfilan las culpas a una oposición que - valga la noticia de lo obvio - no ejerce el poder.

Verificable, la intención de fondo muy bien la expresó el fracasado proyecto de reforma constitucional de 2007 que pretendió formalizar la transferencia de los más angustiosos problemas a las comunidades, como si éstas tuvieran todos los recursos disponibles por un Estado que sensatamente ha de monopolizar la violencia y otros medios capaces de vencer el hamponato que exponencialmente supera sus posibilidades. Resignada, la ciudadanía trata de adoptar todas las previsiones necesarias para evitar que la maten en las calles, sufragando a través de sus impuestos a los cuerpos policiales, denunciando e informando a las autoridades, pero no se les puede pedir el cumplimiento de responsabilidades que competen únicamente al Estado: vale decir, ha participado y protagonizado hasta el hartazgo del problema, con la olímpica ausencia de un Estado despilfarrador y definitivamente morboso, ausente de los dramas colectivos.

La respuesta gubernamental por excelencia es la del espectáculo, disponiendo de una militarización de las calles y avenidas principales de nuestras ciudades, en determinadas horas, que no distingue - como dice una persona amiga - entre el tiro policial y el militar. Todos sabemos que el asunto no estriba en colocar a un integrante de la Guardia Nacional en cada unidad de transporte público, como se le ocurrió a Chávez Frías por instantes cuando hubo mayor presión de los choferes citadinos, haciéndonos pensar que mayor, impactante y masiva inversión se encuentra en los servicios de inteligencia y contra-inteligencia política, mas no en aquellos que permitan seguir y desarticular al hamponato común que cubre de miedo, paraliza, intimida, socava y degrada a una población siempre próxima a la protesta decidida y constante de un gobierno que violenta de nuevo el derecho humano y constitucional a la vida.

Necedad criminal es la de pretender la materia como parte de una agenda mediática golpista, cuando en cada hogar venezolano padecemos el terror de un sádico dispositivo de control social que tiene por soporte un discurso de poder que parte de una consigna de exaltación a la muerte, arma una alharaca por el tenebroso sabotaje de Luis Posada Carriles y celebra el de Abdelbaset Alí Mohamed Al Megrahi al estrechar silencioso las manos del dictador libio, sorprende las pacíficas marchas opositoras con los disparos y las lacrimógenas que se suponen propias de los arsenales del Estado, tolera y aplaude las actividades de los llamados colectivos, ha infernalizado más las cárceles venezolanas a las que mete de cabeza a la disidencia política, trata como un vulgar “descuido” el problema de la salud y crea un ministerio de la banca cuando ha quebrado al Industrial de Venezuela y el resto del sistema es inauditable, empeña sus fiscalizaciones tributarias y olvida las sanitarias, gasta los dólares en el exterior que falta a los hospitales, etc. Y todo, absolutamente todo, tiene por mejor domicilio el discurso presidencial de una espeluznante violencia que - en última instancia - banaliza la muerte.

Un cinismo sin fronteras, lo caracteriza. Y así lo comprobamos en una de las entidades más difíciles del país, porque Táchira ilustra muy bien la radical sincronización de la delincuencia ordinaria y de la política, agotando sus mejores esfuerzo un gobernador que no sólo heredó cinco maltratadas patrullas para todo el Estado, sino que le quitaron y la quitan los recursos indispensables para salvarle la vida a la población.

Precisamente, frente a la banalidad humillante se impone la literal salvación de un pueblo sometido a los intereses, caprichos e ineptitudes de un gobierno que, al militarizar las calles y avenidas, en horario de oficina, se empeña por completar su vasta campaña de intimidación. Y no debemos ceder, así de sencillo.


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