El aplauso y el silencio
Escrito por Francisco Gámez Arcaya   
Viernes, 20 de Enero de 2012 14:30

alt¿Qué relación tienen los sentimientos de alegría, de euforia o de apoyo con el gesto externo de chocar las manos para producir ruido? Visto de forma aislada

y fuera de contexto, parecen gestos absurdos que nosotros, los seres humanos, realizamos cotidianamente y sin mucha conciencia del acto en sí.

El silencio, por su parte, representa muchas más cosas y resulta, en la mayoría de los casos, menos absurdo. El silencio en la persona es producido, voluntaria o involuntariamente, por la omisión de la acción que genera sonidos. Por eso el silencio puede representar según el caso, reflexión, tristeza, oración, desaprobación, alegría y un largo etcétera. Por ser de categoría tan amplia, estas breves líneas se van a referir al silencio en el contexto de su opuesto, el aplauso.

El gesto del aplauso resulta tan connatural a nosotros que es ofensivo no recibirlo para quien considera que lo merece. De ahí que un director de orquesta, al llegar a ese misterioso momento del fin de su obra, a veces confundido con los silencios propios de la pieza, espera que el público le otorgue el correspondiente aplauso. Sus decibeles y duración comunicarán al director la medida del agrado que ha alcanzado en el público destinatario de su arte. Un silencio sepulcral del público al final de su obra, implicaría para el director y su orquesta un rechazo tan inusual como severo.

A sabiendas de este poder, el efecto del aplauso puede ser una herramienta de manipulación. Hemos sido testigos (y acaso víctimas) de las veces en las que varios personajes previamente confabulados comienzan a aplaudir en algún sitio público para obtener como resultado la absurda compañía de otros que no tienen la menor idea del por qué del gesto.

El pasado viernes tuvimos una muestra en la Asamblea Nacional sobre este aspecto deshonesto del gesto de aplaudir producto de una manipulación. A cada momento subido de tono heroico del expositor principal, aplausos iban y venían. En cada gesto que representara al menos medio decibel de furor, el grupo mayoritario aplaudía, y de pie (gesto compañero del aplauso que le da su más elevado grado). Cada cifra pronunciada que representara algo que destacar, era meritorio de aplausos. Podríamos atrevernos a decir que los aplaudidores hubiesen querido aplaudir de principio a fin, pero se abstuvieron porque el gesto continuado pierde su fuerza y además no habían manos que aguantasen tanto. Al calor y luego de la intervención una valiente diputada, que “osó hablarle en tono descortés al Presidente” (según dijo una de las aplaudidoras), hubo un brevísimo silencio expectante, para luego estallar en gritos y aplausos y brincos en ocasión a la respuesta dislocada y pobre del agraviado. Eso fue así porque los aplaudidores y su jefe saben que todo aplauso contribuye a la causa del aplaudido y le otorga un grado de envalentonamiento y ficticia aprobación mediática, que tiene poderosos efectos consientes y subconscientes en los terceros espectadores.

Para concluir e ilustrar el punto aquí reflexionado y para ayudar a librarnos de los efectos perniciosos del aplauso ficticio, hagamos un ejercicio de imaginación: con esfuerzo moderado veamos el video de la intervención de la referida diputada, pero hagamos caso omiso de los ruidos del público, luego veamos y escuchemos la respuesta de su receptor, haciendo caso omiso de los aplausos, gritos y demás gestos. Haciendo esa abstracción, escucharemos los razonamientos y reclamos emitidos, veremos los gestos corporales de cada quien con más detenimiento y podremos determinar el nivel efectividad de sus palabras. Este ejercicio vale para todas las repetidas y maratónicas alocuciones presidenciales. Despojados de los ruidos de aquellos que no escuchan, sino que aplauden a rabiar toda palabra que sale de la boca de su señor, nos acercaremos un poco más a la verdad, porque la Verdad está reñida con el ruido.


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@GamezArcaya



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