| La juecezuela |
| Escrito por Enrique Ochoa Antich |
| Lunes, 12 de Diciembre de 2011 07:16 |
Dinorah Yosmar González cruza el portón de su despacho. Camina hacia su escritorio arrastrando los pies. Dinorah Yosmar González siente en su espalda el hierro
candente de las miradas de sus escribientes, abogados, secretarias. El desprecio es un cuchillo de mil filos. Alcanza su oficina y tranca la puerta tras de sí.Hoy ha pronunciado la insólita sentencia con arreglo a la cual un truhán de siete suelas, cuyo apelativo no puede mencionarse sin tentar una náusea para nada literaria sino propiamente fisiológica, es equiparado con una mujer legendaria, emblema de la Venezuela democrática: María Teresa Castillo. Claro, la locución "hijo de puta" es algo coloquial, tal vez un modismo habitual en éste y otros rincones del planeta. Por allí en España varios tribunales han emitido sentencias a este respecto. No obstante, Dinorah Yosmar González sabe que no es este el caso. Pronunciar la frase de marras como insulto casual, como expresión instintiva, es una cosa, y otra hacerlo motivadamente, con referencia directa a la madre y al padre del ofendido, basándose en la injuria de conductas ficcionadas en un pasado remoto, y desde la cobarde trinchera del poder convertido en albañal, usando los medios de comunicación de un Estado que en la boca fétida del truhán no es sino inmunda excrecencia. Eso lo sabe Dinorah Yosmar González pero a conciencia tuerce el Derecho en obediente acatamiento de la voluntad del tirano, el capataz que desde Miraflores paga a destajo sus favores. Acomodada en su poltrona de dudosa magistrada, una sonrisa se dibuja en su rostro. Poco le importa que en tribunales todos hablen de ella como "La Juecezuela". Dinorah Yosmar González está feliz. ¿Que su ignominia mancilla el gentilicio de la mujer venezolana, siempre digna, noble, bregadora? "Sí, ¿y?", farfulla orgullosa. A mediodía, luego de tramitar otros archivos, Dinorah Yosmar González deja su despacho. Ha laborado sus tres horas de rigor. Cruza la calle. Siete guardaespaldas cuidan sus pasos. Se acerca al cajero automático del banco más cercano y confirma que las treinta monedas de plata han sido pagadas puntualmente.
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