Relato de un feligrés
Escrito por Ignacio Ávalos Gutiérrez   
Miércoles, 01 de Febrero de 2012 06:34

altEs que soy de los Tiburones de La Guaira desde toda mi eternidad, mediante adhesión que no necesitó de ninguna razón para ser ni para transformarse




I.

Este último cuarto de siglo estuve yendo, con frecuencia digna de mejor causa, según opinan algunos que poco saben de las emociones humanas, al Estadio Universitario, el bar más grande de Caracas, según el maestro Cabrujas. 25 años que me pasaron sin darme cuenta, sin reclamos, a pesar de las malas noticias provenientes del diamante; con la ilusión intacta, sin la necesidad de siquiera una curita, pues nunca hubo lesión ocasionada por las derrotas. Un largo rato, pues, mirando un deporte tan sorprendente para alguien como yo, criado en el fútbol, con leyes tan complejas de entender y aplicar, extrañado siempre de ver que el equipo que ataca no es el que tiene la pelota, y sorprendido, sobre todo, de la tolerancia practicada entre los fanáticos, tan distintos de los del balompié, estos aún bajo la influencia de códigos que prescriben la violencia.

II.

Un cuarto de siglo, digo, observando cómo el estadio inventado por Raúl Villanueva se mantenía fiel a su diseño, con cambios imperceptibles, como la pizarra electrónica, obligación tecnológica de esta época, mientras en el entorno del juego las cosas se transformaban de manera ostensible, muestra de la rareza de este deporte, cuyo atractivo se encuentra, también (¿o más?), en lo que ocurre fuera del terreno de juego.

Todos estos años, los pasé, pues, mirando cómo se pasaba de las papitas a un menú amplio de comida que incluía hasta comida árabe, y de la exclusividad de la cerveza, a la competencia de la sangría y el whisky, bebidos en grandes cantidades, y que producían borracheras tranquilas, buenas, apenas, para aliviar derrotas y exagerar la contentura por las victorias, además de multiplicar la necesidad de vaciar la vejiga y verificar, de paso, que los baños daban pena a la altura del tercer inning, evidencia de la precariedad de nuestra cultura ciudadana, al igual que la compra-venta de entradas y el acceso al estadio, puesta en manos del neoliberalismo salvaje, a pesar de los avances logrados gracias a Internet. Transcurrieron más de dos décadas oyendo, así mismo, conversaciones, paralelas al juego, sobre política y sobre sexo, comida hindú o economía, o escuchando extrañas y frecuentes lecciones sobre este complicado deporte, por ejemplo, la explicación dada a un argentino sobre lo que es un fly de sacrificio o el "squezze play", en metáforas tomadas del fútbol.

He visto, pues, a lo largo de este tiempo cómo el público casi exclusivamente masculino cedía ante la enorme presencia femenina y cómo en la transmisión de los partidos por radio y TV crecía la participación de las mujeres, aunque por lo general en un papel subordinado, muestra del dominio machista en estos espacios. O, por decir una última cosa, reparando cómo la pregonada igualdad social del beisbol se desmentía durante estos años con la creación de una zona vip, mientras las diferencias entre tribunas y gradas seguía siendo patente.

III.

En fin, desde antes de que empezaran a correr estos últimos 25 años, rato que se tomó mi equipo para volver a disputar una final del campeonato, ya iba yo al estadio. Tuve el privilegio, así pues, de ver a la Guerrilla, el equipo más recordado del beisbol nacional y fui testigo de cómo se "pacificaba" luego, hasta volverse una divisa especialista en hilar derrotas y guardarse para sí el último lugar de la tabla. Sin embargo, nunca incurrí en la "desafiliación afectiva" del maestro Cabrujas, quien renunció al equipo, aunque pidiera luego su reincorporación mediante carta que se publicó, cosas de la vida, justo el día de su muerte.

Así, durante este prolongado verano beisbolero, seguí yendo al universitario, buscando el asiento más cercano a la samba, expresión de nuestra militancia. Es que soy de los Tiburones de La Guaira desde toda mi eternidad, mediante adhesión que no necesitó de ninguna razón para ser ni para transformarse, luego, en fidelidad vitalicia y a ultranza, vuelta devoción, cosa de feligreses.

IV.

Esta temporada el equipo estuvo cerquita del campeonato, faltó el hit del querido Cafecito Martínez, teniendo las bases llenas, en el noveno inning del sexto juego de la final. Lo lamento, claro, pero la fe sigue en pie. Es que uno no puede no ser de los Tiburones, ese equipo entrañable e imprescindible del beisbol criollo. Mañana mando, así pues, mi chaquetica azul y roja a la tintorería. Octubre esta allí mismito.

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