La ley del silencio
Escrito por Asdrúbal Aguiar (abogado)   
Domingo, 02 de Agosto de 2009 10:38

altLa afirmación de la Fiscal General – la “seguridad del Estado debe estar por encima de la libre expresión” - al llevar ante la Asamblea el proyecto de ley sobre delitos mediáticos que le ordena su mandante y jefe político, Hugo Chávez Frías, y también el Ministro del  ramo comunicacional, Teniente Diosdado Cabello, bien pueden suscribirla Jorge Rafael Videla y Augusto Pinochet, íconos de la doctrina de la Seguridad Nacional. Ninguno de los escribamos de estos “gorilas” pudo sintetizar mejor el catecismo fascista. Y tal afirmación no es trivial ni peca de adjetiva.


Para el fascismo – suerte de resumen histórico de las experiencias políticas italiana y alemana previas a la Segunda Gran Guerra del siglo XX – nada puede sobreponerse al Estado, y menos a quien lo detenta o encarna como jefe: en aquél tiempo Benito Mussolini y Adolf Hitler, hoy, entre nosotros, el mismo soldado Chávez. 


EL FASCISMO SOLO CREE EN EL PENSAMIENTO ÚNICO y la representación monopólica. De allí la idea del partido único: ese que Chávez construye para los suyos – el PSUV - y no para quienes le adversan, porque son objeto del “odio” – lo dice con palabras textuales y rostro irascible el melifluo Rafael Ramírez, cabeza de la quebrada industria petrolera – y al igual que los judíos no tienen derecho de existir. No son dignos de reclamar el derecho a la personalidad jurídica, y de allí que les cuesta obtener una cédula de identidad o un pasaporte. En concreto, sobran por contrarrevolucionarios, sobre todo si defienden los valores del individualismo liberal y niegan el colectivismo. Son sujetos pasivos, eso sí, de la violencia y del terror institucionales hasta ser extirpados. Esto último lo ordena el propio Chávez a los suyos, en su documento sobre La Nueva Etapa de 2004. 


El fascismo, como asimismo lo pretende la llamada Revolución Bolivariana o Socialista del siglo XXI, tiene vocación imperial. Cuenta con lacayos en y más allá de nuestras fronteras: Chávez con relación a los hermanos Castro, y aquél con relación a Ortega, Morales, Correa y el inefable Zelaya. Lo que es más importante, dentro de sus caracteres ideológicos, orgánicos y en cuanto a sus finalidades, dicha forma de totalitarismo reclama, como lo demanda Luisa Ortega Díaz ante las “focas” del parlamento, un aparato sancionador y otro de propaganda fundado – lo recuerda el insigne maestro y científico político italiano Norberto Bobbio – en el control de la información y de los medios de comunicación de masas por el Estado.

¡Y es que sin propaganda, todavía más en el siglo corriente y para su reedición, estas antiguallas del siglo XIX y XX no tienen destino ni cabe su fenomenología contraria a la dignidad y a la naturaleza humana; esa que alguna vez grafica con espíritu doblegado la otra señora, la Jefa de Gobierno de Caracas: “El dedo de Chávez es el dedo del pueblo”! A lo que éste, por razón de su proyecto, ajusta sin rubor: “El Estado soy yo, la ley soy yo”.
De modo que, basta recorrer las páginas de la ominosa década política transcurrida por la libertad de expresión en Venezuela – el conflicto con los medios a propósito de la Constitución de 1999, la agresión verbal y física sostenida contra periodistas por el Presidente y sus alabarderos, la invasión de la intimidad familiar con las cadenas presidenciales sin término, la persecución judicial del periodismo opositor, la toma de los medios por los Círculos Bolivarianos instigada por el propio Teniente Cabello, la sanción de la Ley de Telecomunicaciones que autoriza cerrar emisoras sin fórmula de juicio, el sucesivo dictado por el juez constitucional Cabrera de dos sentencias - 1013 y 2042 - restrictivas de la libertad de expresión luego saludadas por el oficialismo, la posterior aprobación de la Ley Mordaza o Ley Resorte que controla los contenidos de la radio y televisión, el cierre de Radio Caracas Televisión, la persecución implacable contra los dueños de Globovisión cual si fuesen criminales, el desacato abierto del Gobierno y con apoyo del Tribunal Supremo de las medidas de protección otorgadas a la prensa por la Comisión y la Corte Interamericanas, en fin, el prepotente cierre  de 250 emisoras de radio y de las cuales ya 50 son objeto de la medida punitiva – para concluir en lo elemental: la ley de delitos mediáticos cierra el círculo de la dictadura fascista. Nada más, nada menos.


DE NADA VALE EXPRIMIRSE LOS SESOS PARA CRITICAR o analizar el adefesio según los principios del Estado de Derecho, por cuanto es la obra de un cerebro que si pasa por la Universidad y su Facultad de leyes, aquélla y ésta no pasan por éste. Las leyes de policía son preventivas, las penales castigan, a menos que su propósito subyacente sea fomentar el “terror”. Para la fiscal la diferencia no existe. Y el establecimiento de responsabilidades por hechos ilícitos, reclama, a la luz de toda legislación penal democrática, de la precisión de las hipótesis de ilicitud a fin de que la arbitrariedad no se haga espacio en el juicio de aquéllas o en la determinación igualmente precisa de sus consecuencias. Mas ello poco le importa a la redactora de la ley de delitos mediáticos, que a buen seguro ignora o nada le importa la técnica legislativa.


Lo que es más, huelga todo comentario o intento de comparación de las normas del proyecto de ley con los estándares de la libertad de expresión y de prensa, tal y como los consagra la Convención Americana de Derechos Humanos y la misma Carta Democrática Interamericana. Todas a una se cargan la doctrina y la jurisprudencia vinculante en la materia y que hace parte del bloque de la constitucionalidad en nuestro país. No por azar, dice el mofletudo Teniente Cabello que “la libertad de expresión no es sacrosanta”. Y si él lo dice y lo comparte como idea con el ocupante de Miraflores, mal se puede esperar del Ministerio Público sirviente que siquiera ose pensar de un modo diferente. 


¿Cómo pedirle a la Fiscal Ortega, entonces, que digiera y entienda lo que es dogma para los tribunales internacionales de derechos humanos, es decir, que “la libertad de expresión es la piedra angular de la democracia”?  
Para ella sólo cuenta el Estado, que es Hugo Chávez, del que funge como ordenanza el Teniente Cabello, en esa suerte de binomio no tan acabado como el que forjan el soldado Hitler y su ministro de propaganda, Joseph Goebbels. ¡Y es que a diferencia de éste, el Cabello carece de su elocuencia oratoria y de su brillantez como estudioso de la filosofía, la literatura, la historia, el arte y las lenguas clásicas! A buen seguro quiere un final menos trágico y sí más hedonista que el del renco Joseph. 


Luisa Ortega Díaz ahora hace parte de los anales del fascismo. Sirve con lealtad obstinada a su Führer. Es su único oficio. Por ello quiere el silencio de los medios, de los habladores y opinantes de toda laya, para que no insistan en el error de creer que éste vive en maridaje con la narcoguerrilla o que le suministra armas, o que permite que los cárteles y criminales colombianos caminen a sus anchas por las avenidas de nuestra patria. Y para que no mientan al decir que 18.000 venezolanos mueren víctimas de homicidio, cada año.


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