Alcides Lozada: el poeta larense que la tiranía lanzó al mar
Escrito por Luis Perozo Padua | X: @LuisPerozoPadua   
Viernes, 05 de Diciembre de 2025 00:00

altCuando el cuerpo de Alcides Lozada cayó al Mar Caribe, ya no era solo un poeta asesinado por la tiranía: era el símbolo luminoso

de todo aquello que el gomecismo jamás pudo doblegar. La dictadura intentó borrar su rastro arrojando sus huesos a las profundidades, pero el eco de sus versos —y su muerte injusta— terminó sobreviviendo incluso al silencio que entonces parecía invencible.

Alcides Lozada nació en El Tocuyo, estado Lara, el 23 de enero de 1894. Su temprana inclinación por la literatura lo convirtió en una figura admirada en la región. Sus versos —que deslumbraban por su delicadeza y su visión del paisaje— se convertían en rutina de lectura popular: circulaban en hojas de periódico que los vecinos comentaban en las pulperías, en las barberías y en las boticas de la ciudad. La poética de Alcides, enamorada de los atardeceres barquisimetanos, se alimentaba de la luz, el silencio y la hondura humana de su tierra natal.


Entre la pluma del periodista y la memoria del cronista

Además de su vasta labor como poeta y cronista de lar nativo, Alcides Lozada fue el redactor principal del semanario de intereses generales Labor (1912-1919), una publicación fundamental en la vida intelectual de Carora. El semanario, fundado por José Herrera Oropeza, se convirtió en un espacio de discusión literaria, política y social durante uno de los períodos más dinámicos de la prensa regional. Lozada no solo contribuyó con su estilo analítico y directo, sino que configuró la línea editorial que caracterizó a Labor como un órgano de pensamiento moderno en pleno inicio del siglo XX.

Su influencia no se limitó a la redacción: también dejó huella en el mundo tipográfico. En El Tocuyo operó una imprenta propia, conocida como la “Tipografía de Alcides Lozada”, desde la cual se editaron obras literarias locales y textos de autores emergentes. Entre esas publicaciones destacan algunos de los cuentos del propio José Herrera Oropeza, que vieron la luz en ese taller tipográfico hacia 1916, consolidando así un circuito intelectual entre Carora y El Tocuyo que hizo posible la difusión de nuevas voces literarias en la región.

Pero su sensibilidad no se limitaba a la contemplación. Lozada era también un periodista agudo, crítico del creciente autoritarismo gomecista. Dirigió El Tocuyo, desde donde denunciaba los abusos del sistema y defendía la necesidad de libertades públicas. La vigilancia del régimen pronto se tornó persecución.


La bandera de la rebelión

En 1929 tomó una decisión que marcaría su destino: cerró su periódico y se sumó abiertamente a la rebelión armada del general José Rafael Gabaldón, que aspiraba a abrir un foco insurreccional desde las tierras de Portuguesa. Desde los primeros combates creó un órgano de combate, La Libertad en Marcha, que circulaba entre montañas y poblados. Allí escribió uno de los manifiestos rebeldes más claros del período:

“No somos hombres de guerra, amantes del derramamiento de sangre de nuestros hermanos ni ambiciosos del poder. Somos una agrupación de hombres de trabajo y estudio, que hasta ayer permaneció ajena a todo debate político, pero que, ante la necesidad suprema de la libertad y el bienestar de la patria arruinada, enarbolamos la bandera de la rebelión y salimos a buscar en el campo de batalla lo que no pudimos alcanzar en las heroicas batallas del civismo”.

La rebelión fracasó en su intento inicial de tomar El Tocuyo. Luego resistió en Guanare y, tras semanas de persecución, fue finalmente derrotada en las montañas de Biscucuy. Alcides cayó prisionero junto a Gabaldón y otros combatientes.

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De camino al suplicio

Desde la cárcel de “Las Tres Torres”, en Barquisimeto, el general Eustoquio Gómez —presidente del estado Lara y ejecutor feroz del régimen— ordenó trasladar a los insurgentes al Castillo Libertador. No sería un traslado; sería un escarmiento.

Los prisioneros fueron conducidos en vagones adaptados del Ferrocarril Bolívar hasta Tucacas. Desde el pequeño puerto falconiano fueron subidos, encadenados entre sí como una cadena humana, al buque de la Marina de Guerra “José Félix Ribas”. Arrinconados en la cubierta, expuestos al sol y al salitre, soportaron el viaje sobre pasillos atestados mientras el mar embravecido golpeaba el casco.

Tras cuatro horas de navegación, el barco atracó en el canal de Puerto Cabello. En el muelle de La Planchita se duplicó la guardia. La fila de prisioneros políticos, todos exhaustos, arrastrando sus alpargatas rotas por una vía interminable hasta las tenebrosas bóvedas del castillo del puerto.

Lozada, ya debilitado por las jornadas de campaña y la falta de alimento, comenzó a experimentar un deterioro acelerado.

Los últimos días

El recordado cronista porteño Miguel Elías Dao —testigo excepcional del horror del presidio— dejó la descripción más sobrecogedora de la agonía de Lozada. Según su pluma, Alcides no resistió el duro cautiverio en los calabozos del Rastrillo. Hablaba de él como “un hombre de extraordinaria sensibilidad” cuya fragilidad física, sumada a la brutalidad de los carceleros, terminó por convertirlo “en un guiñapo humano”.

Una noche de 1931, a la hora en que se cerraban las rejas, sintió la presencia de la muerte. Sus compañeros pidieron a gritos que se le quitaran los grillos, pero nadie respondió. Arriba, sobre las murallas, un centinela con un viejo máuser miraba el horizonte, indiferente.

Al amanecer, cuando la corneta anunció la diana, lo encontraron sin vida sobre una cobija. El cadáver fue liberado de sus hierros a mandarriazos y cincel. Alcides Lozada había emprendido su viaje final a la eternidad.

El régimen no permitió duelo, ni registro, ni entierro. Temiendo la propagación de la tifoidea, su cuerpo fue arrojado al Mar Caribe. Nunca hubo tumba. Nunca hubo acta. Solo memoria.

La fecha de una muerte silenciada

A pesar de la relevancia literaria y política de Alcides Lozada, no existe en los archivos públicos una fecha exacta —día y mes— de su fallecimiento. Las fuentes históricas coinciden únicamente en que murió en 1931, luego de las torturas padecidas en el Castillo Libertador de Puerto Cabello y antes de que su cuerpo fuera arrojado al Mar Caribe por temor a la propagación de la tifoidea. La opacidad del régimen de Juan Vicente Gómez en el manejo de prisioneros políticos explica esta ausencia documental. Hasta que emerjan registros verificables, 1931 debe considerarse la referencia histórica válida, aunque incompleta.

Su travesía final, desde las montañas de Biscucuy hasta las aguas negras del muelle de La Planchita, define la dimensión épica y trágica de un hombre que prefirió la dignidad a la obediencia.

La vida y la muerte de Alcides Lozada condensan la historia de una Venezuela que pagó con sangre cada paso hacia la libertad, hacia el ensayo democrático. Poeta de tardes barquisimetanas, periodista de combate, rebelde sin armas más poderosas que sus ideas, su nombre permanece sin fecha exacta de muerte y sin tumba donde llevar flores. Tal vez por eso su figura crece: porque pertenece al territorio de los que no pudieron ser borrados, aunque sus verdugos lo intentaran.

El mar que recibió su cuerpo no pudo tragarse su palabra. Y mientras existan lectores capaces de reconocer la dignidad en la tragedia, Alcides Lozada seguirá vivo donde él quería: en la conciencia de su tierra.

Porque hay hombres que mueren una vez, pero hay otros —como Alcides Lozada— que nunca terminan de morir.

 

Fotos: Colección del historiador Luis Heraclio Medina Canelón

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@LuisPerozoPadua

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