La transformación de una sociedad
Escrito por Carlos Alberto Montaner   
Sábado, 18 de Julio de 2009 06:35

altSe escucha, por ejemplo, que Guatemala es un estado fallido. ¿Es eso cierto? ¿Qué es un estado fallido?  Hasta hace relativamente poco tiempo se empleaba una nomenclatura muy general para clasificar a los países. Se hablaba del primer mundo, del segundo y del tercero

 

Conferencia dictada en Guatemala, 15 de julio de 200:

Ante todo, mi gratitud a la revista Estrategia y Negocios y a su directora Carmen Irene Alas por la oportunidad de examinar unas cuantas ideas sobre la transformación de los países sin otro objetivo que estimular el necesario debate que siempre precede a las etapas de cambio. Gracias, además, a los organizadores por haber podido congregar a un panel de lujo, como el que nos acompaña esta noche.


El tema, claro, es Guatemala y su crisis, que en alguna medida es la crisis de casi toda América Latina, pero comienzo por aclarar que mi conocimiento de la realidad de este país es, por supuesto, muy limitado. No obstante, como en el análisis inciden ciertos factores universales es posible acercarnos a este espinoso asunto desde una perspectiva más amplia. Al fin y al cabo, en toda América Latina se insiste en la existencia de estados fallidos.
Estados fallidos


Se escucha, por ejemplo, que Guatemala es un estado fallido. ¿Es eso cierto? ¿Qué es un estado fallido?  Hasta hace relativamente poco tiempo se empleaba una nomenclatura muy general para clasificar a los países. Se hablaba del primer mundo, del segundo y del tercero. Estas imprecisas categorías tenían que ver con los niveles de prosperidad y dominio científico y técnico, pero se establecían de una manera muy subjetiva. Era un lenguaje periodístico.
Luego se dispuso otra forma de organizar la calificación para no ofender ninguna sensibilidad: había “países desarrollados” y “países en vías de desarrollo”.


Más tarde, la ONU comenzó a publicar anualmente un Índice de Desarrollo Humano que medía la calidad de vida en 177 países. Grosso modo, los parámetros utilizados eran esperanza de vida al nacer, tasa de alfabetización de adultos, número de estudiantes en los tres niveles de enseñanza, longevidad promedio y el Producto Interno Bruto per cápita.


En el anuario del 2008 fueron clasificados 177 países. En esa escala, Guatemala ocupa el lugar número 118. Es el peor de Centroamérica. Costa Rica es el 48, Panamá el 62, Belice el 80, El Salvador el 103, Nicaragua el 110, Honduras el 115 y, repito, Guatemala es el 118.  Sólo un país de América Latina ocupa un lugar peor que Guatemala: Haití aparece en el 146.


En general, hay varias características que unifican a los 30 países más prósperos y, aparentemente, dichosos del planeta. Veintiocho de ellos son democracias liberales con economías abiertas al mundo, regidas por el mercado, y en las que prevalece abrumadoramente la propiedad privada de los medios de producción.


Los tres países que no se ajustan exactamente a estos parámetros son Hong Kong, el número 21, que desde 1999 es un rincón más o menos libre que pertenece a China; Singapur, que es un régimen formalmente democrático, pero bajo la mano dura de un gobierno eficiente y autoritario; y Brunei, un sultanato que es, en realidad, un enorme pozo de petróleo con bandera de colorines y asiento en la ONU.


Los treinta más pobres, en general, son gobiernos autoritarios, la mayor parte africanos, en los que no hay libertades políticas ni económicas. En ellos las sociedades están sujetas al control de camarillas de poder presididas por un dictador corrupto.


Al margen de esa descripción técnica de los países que nos propone anualmente la ONU, últimamente, como he señalado, se ha posado en nuestra jerga política un adjetivo que cada vez con más frecuencia se les atribuye a ciertos países: “fallido”.


¿Qué es un “estado fallido”? En esencia, se refiere de sociedades en las que el gobierno central o los gobiernos regionales son incapaces de dirimir los conflictos pacíficamente, hacer cumplir la ley y castigar a los culpables.


No se trata, pues, del sitio que se ocupa en el Índice de Desarrollo Humano. En ése índice la India aparece en el lugar 128, mucho peor que Guatemala. Pero, lejos de ver a ese país como un estado fallido, son muchos los que consideran que, por el contrario, la India es un caso exitoso, sobre todo en la última década, cuando se ha convertido en una de las grandes fábricas del planeta y ha conseguido sacar de la miseria a decenas de millones de personas.
No, no es el nivel de prosperidad lo que determina el carácter de fallido o viable de un Estado, aunque, sin duda, las condiciones materiales en que vive la sociedad son elementos muy importantes para juzgar su desempeño comparativo.


Según el citado Índice de Desarrollo Humano, el coeficiente general de Guatemala (donde se promedian todas las variables medidas) es 0,680, mientras el de la India es 0,619. O sea, desde el punto de vista material Guatemala, nación a veces calificada como fallida, está mejor que la India, nación calificada como exitosa.


Sólo como un elemento de comparación, vale la pena consignar que el coeficiente general latinoamericano y del Caribe es 0,803, mientras la media mundial es 0,743. O sea, Guatemala, aunque está mejor que la India, está peor que prácticamente toda América Latina y por debajo de la media mundial.


¿Es el de Guatemala un estado fallido? En las naciones fallidas, las sociedades están a merced de la violencia ejercida por bandas armadas controladas por cabecillas inescrupulosos. En ellas no hay seguridad, ley ni justicia.
En ellas no hay garantías para los tres derechos básicos mencionados por John Locke en su concepción de un estado moderno: el derecho a la vida, la libertad y la propiedad.


En África hemos visto varios ejemplos lamentables de estados fallidos: Sierra Leona, Somalia, el Congo. Sin duda, es posible mencionar otra triste docena de similar desempeño. Mi impresión es que Guatemala está muy lejos de esos casos extremos.


Son esos países desgraciados, de los que Thomas Hobbes decía que la vida humana en su estado natural, que era la guerra y el todo contra todos, y en la que el hombre era el lobo del hombre, siempre era “solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”, de donde concluía que de esa realidad terrible surgía la necesidad del pacto social con un poder capaz de impedir estas calamidades.


Sin embargo, esa entrega de la autoridad a un señor todopoderoso puede generar otras expresiones de estados fallidos.


Ocurre, por ejemplo, cuando un caudillo se apodera de los controles institucionales de una sociedad y dispone a su antojo de la vida y hacienda de las personas.


Son estados en los que no hay más ley que la voluntad del mandamás. No se puede decir que en ellos no hay orden, porque hay un orden injusto y riguroso.


Tampoco se puede decir que no hay normas. Hay normas, pero no reglas abstractas e imparciales que regulen la convivencia con equidad: se obedece por miedo a las represalias del jefe. Casi todas las dictaduras militares y las totalitarias pertenecen a esta categoría.


Probablemente, es cierto que resulta preferible un orden arbitrario al caos violento, pero la tendencia innata de los seres humanos, y hay muchos experimentos psicológicos que lo confirman, es a respetar la autoridad sólo cuando está  basada en la justicia y la equidad. La percepción subjetiva de que se es víctima de una injusticia conduce a la rebelión o al rechazo al status quo.


Siempre me gusta recordar que lo que ennoblecía a ciertos mandatarios en la antigüedad era su voluntad de ser justos, desde Salomón en Israel, hasta  reyes medievales como Alfonso X “el Sabio” en Castilla. La “jurisdicción”, en la Edad Media, era exactamente eso: el ámbito en que impartían justicia, el perímetro en que “decían derecho”. La legitimidad y el respeto de que gozaban emanaban del buen ejercicio de esa potestad.


El caso de Guatemala
Tal vez, en suma, Guatemala no es un estado fallido en el sentido general del término, pero admitamos, melancólicamente, que una de las peores fallas de Guatemala es el fracaso de sus instituciones de derecho. No hay justicia y la impunidad es casi la regla. No funciona, realmente, the rule of law. Creo que casi todos los expertos coinciden en este análisis. Se lo he escuchado o se lo he leído a mis mejores amigos guatemaltecos seriamente preocupados por el destino del país.


Admitamos, también, que de esa circunstancia se deriva una buena parte de la debilidad material del país. Ya casi nadie discute que detrás de toda economía robusta hay una fuerte institucionalidad legal que sustenta el proceso de creación de riquezas. Los trabajos del premio Nobel Douglass North en este campo son absolutamente persuasivos. La prosperidad se forja en la lectura y obediencia del Código Civil y no en los papeles afiebrados de los revolucionarios de cualquier signo.


Si esto es así, hay tres preguntas tan incómodas como inevitables que hay que formularse:


•    ¿Se pueden cambiar los hábitos culturales de una sociedad para que todos se sometan voluntariamente al imperio de la ley?
•    Las mismas clases dirigentes que, tradicionalmente, han ignorado el funcionamiento de las instituciones de derecho, probablemente porque se beneficiaban de ello, ¿estarían, realmente interesadas en modificar ese comportamiento?
•    ¿Cómo se hace ese cambio cultural, que es, al mismo tiempo, un cambio de conducta personal?


En marzo del año 2004, Samuel Huntington y Larry Harrison convocaron en Tufts University a casi una treintena de ensayistas, académicos y pensadores para que reflexionáramos sobre los procesos de cambio que habían experimentado diversos países en el mundo.


De alguna manera vaga, todos éramos culturalistas en la tradición de Max Weber: es decir, partíamos del criterio de que el comportamiento se fundamentaba en un sustrato cultural. El seminario se convocó bajo el título de Culture Matters II, dado que unos años antes habíamos comenzado los trabajos en un ejercicio parecido que tuvo lugar en Harvard, cuyos frutos fueron luego recogidos en un libro.


Los ensayos abarcaban países tan disímiles como Turquía, Irlanda, Chile o Singapur. A mí me pidieron que trabajara sobre el caso español, puesto que resido en Madrid desde 1970 y había vivido muy intensamente la transición española. La idea era examinar por qué y cómo estas sociedades en un momento de su historia habían girado en otra dirección.


Cuando me senté a recopilar información y a escribir mis propios recuerdos, me di cuenta de que no se confirmaba de una manera evidente que en España, bajo el franquismo, se hubiera producido un cambio cultural que propiciara el establecimiento de un régimen plural y tolerante basado en los lineamientos de la democracia liberal.


¿Qué había ocurrido, en realidad? La historia está sucintamente contada en el ensayo que escribí (y que recojo en La Libertad y sus enemigos), pero la conclusión más importante es ésta: en España, todos los factores de poder llegaron racionalmente a la conclusión de que tenían que negociar, ceder posiciones y cambiar su comportamiento tradicional por su propio beneficio:


•    El rey, para legitimar la monarquía y a su propia dinastía, renunció al autoritarismo en que lo había educado (literalmente) el franquismo para someterse al control del Parlamento.
•    La derecha franquista se movió al centro, liderada por Adolfo Suárez, y renunció al partido único, abriendo el juego político a todas las ideologías y grupos dispuestos a participar en el juego democrático.
•    Los socialistas, bajo el liderazgo de Felipe González, renunciaron al marxismo.
•    Los comunistas, encabezados por Santiago Carrillo, se olvidaron del leninismo y de la conquista violenta del poder.
•    Los sindicatos aparcaron la lucha de clases.
•    Los empresarios pactaron con los sindicatos.
•    La Iglesia católica aceptó la necesidad de un estado secular no confesional con espacio para todas las creencias.


Sólo quedaron al margen del pacto los grupúsculos fascistas, algunos comunistas irredentos de línea prosoviética y los nacionalistas violentos. Entre todos ellos no alcanzaban el 10% del censo electoral.
Con esas conclusiones bajo el brazo me presenté en el seminario decepcionado de no haber podido confirmar mi presupuesto culturalista. El cambio en España había sido obra de cierta élite racional y voluntariosa. El cambio había venido de arriba y luego el pueblo llano se había acomodado. Eventualmente, el conjunto de la sociedad no tardó en asimilar las premisas y convertirlas luego principios compartidos. Fue el comportamiento lo que dio lugar a los valores, y no al revés.


Sin embargo, para mi sorpresa, todos los participantes en el encuentro de Tufts University habían arribado a conclusiones parecidas. Los neozelandeses, los turcos, los singapureses, los chilenos, los coreanos del sur, los irlandeses, todos habían arribado a conclusiones parecidas: el cambio había sido el producto de un grupo, a veces muy pequeño, situado en la cúpula política, o empresarial, o militar, decidido a modificar el destino del país.
¿A dónde nos llevan estos ejemplos en el caso guatemalteco? Nos llevan a responder una pregunta crucial: un país puede darle un giro de 180 grados a su historia si los principales actores rectifican viejas conductas y están dispuestos a actuar de buena fe y a cumplir sus compromisos.


Bien: supongamos que este juicio es acertado y se llega a la conclusión de que el cambio es posible si los grupos dirigentes deciden ponerlo en marcha. Pero ello nos precipita a otra pregunta: ¿Les conviene a estos grupos llevar adelante los cambios que el país necesita? ¿Les conviene someterse al imperio de la ley, al fin del favoritismo y al predominio de la competencia y la transparencia en todas las transacciones con el estado?


El mencionado Douglass North, en un ensayo muy importante publicado hace un par de años, hace una distinción fundamental entre lo que llama “sociedades de acceso abierto”, que son aquellas colocadas bajo la autoridad de leyes neutrales aplicadas equitativamente, regidas por la competencia, la transparencia, la meritocracia y el fair play, en las que el poder judicial dirime serenamente los conflictos, y las “sociedades de acceso limitado”, que son aquellas en las que las clases dirigentes se reparten las rentas nacionales de común acuerdo con los operadores políticos y se asignan cuotas de influencia institucional y control sobre los otros poderes del estado, aun cuando esa componenda se puede revestir dentro de un ropaje de formalidad democrática que oculta su verdadera naturaleza.


Según North, hasta la creación de la república norteamericana a fines del siglo XVIII, el modelo de estado prevaleciente en el planeta podía calificarse como de “acceso limitado”. En el caso de la tradición española eso era más que evidente. El monarca recompensaba a sus súbditos exitosos otorgándoles privilegios. Esa era la norma.


Hoy, además de Estados Unidos, hay tres docenas de sociedades de acceso abierto en el planeta, las más ricas y pacíficas, grupo al que tal vez se asoman Chile, Costa Rica y Uruguay. Pero en el resto del mundo, en la inmensa mayoría de los países, continúa instalado el modelo de acceso limitado.


Retomo la pregunta: ¿están dispuestas las clases dirigentes guatemaltecas a sacrificar sus privilegios y propiciar la transformación del país de una sociedad de acceso limitado a una sociedad de acceso abierto?
Los incentivos para no cambiar son muchos. No olvidemos que en América Latina se da la paradoja de ver como en naciones encharcadas en el desorden, la pobreza y la marginalidad, existen niveles sociales altos y educados que viven con el lujo y la comodidad de las personas verdaderamente ricas de otras latitudes. Esas ventajosas condiciones de vida en alguna medida se deben a diversas formas de colusión entre los que forman parte de la cúpula social y el estamento político.


¿Por qué, entonces, las clases dirigentes que tanto se han beneficiado del viejo régimen, deben sacrificar ese botín y defender un modelo de relación entre la sociedad y el estado en el que eventualmente pueden perder todos los privilegios y ventajas?


Hay dos razones básicas para ello:
•    La primera es de orden moral: es lo justo. Si decimos que todas las personas son iguales ante la ley y gozan de los mismos derechos, deberíamos vivir de acuerdo con ese principio. No obstante, el aspecto ético de esta cuestión suele ceder ante los intereses materiales. Por ejemplo, los principios liberales y la esclavitud convivieron cínicamente durante al menos un siglo. Aunque es verdad que hay un fundamento ético muy poderoso que milita en favor de las sociedades de acceso abierto, la tendencia acomodaticia será a ignorar los principios para conservar los beneficios. Desgraciadamente, la experiencia demuestra que la hipocresía es una disonancia emocionalmente llevadera para la mayor parte de los muy imperfectos mortales.
•    La segunda razón, que acaba por ser la de mayor peso, es de carácter material: a medio o largo plazo, un orden tan insatisfactorio como las sociedades de acceso limitado está destinado a la violencia, a la aparición de caudillos arbitrarios y al caos. Por otra parte, aunque es grato acumular bienes y vivir con cierto lujo y comodidades con el auxilio de un enjambre de sirvientes, resulta muy desagradable tener que hacerlo rodeado de guardaespaldas, en casas enrejadas y con la agonía de que nos pueden matar o secuestrar a un ser querido, mientras el estado no podrá hacer nada por impedirlo o por castigar a los culpables y, en el peor de los casos, hasta es posible que algunos funcionarios pudieran ser cómplice del acto delictivo.
En Madrid y Miami, las dos ciudades en las que alterno mi residencia, suelo compartir con amigos latinoamericanos, expatriados temporales o con carácter permanente de sus respectivos países, que tienen formas decorosas de vivir, pero sin lujos. Ya no poseen chóferes o sirvientes, suelen cocinar sus propios alimentos, envían a sus hijos a escuelas públicas y se transportan en el metro o en los autobuses municipales. Lógicamente, no gozan de ninguna distinción social especial.
¿Por qué están ahí? ¿Qué valoran de la vida en Madrid o en Miami? Algo muy importante: la libertad que da vivir sin miedo, en sociedades razonablemente seguras, en las que no tienen privilegios, pero sí poseen derechos. Ciudades en las que los delitos no suelen quedar impunes, y en las que, como decía Churchill de los países verdaderamente democráticos, son sitios en los que, cuando alguien llama a tu puerta a las seis de la mañana, sabes que es el lechero (cuando había lecheros) y no la policía.
En las sociedades de acceso limitado, como la guatemalteca y casi todas las latinoamericanas, la inseguridad en la que suele vivirse genera, además, una incómoda sensación de provisionalidad. No se sabe cuándo va a estallar la caldera. No se sabe cuándo tendremos que hacer las maletas y expatriarnos como consecuencia de algún tumultuoso desorden. No se sabe (pero se teme) si la familia quedará disgregada en otras latitudes porque no fue posible construir un espacio seguro, sereno y predecible para que habitara permanentemente en el lugar en que nacieron sus miembros.
La gran virtud de las sociedades de acceso abierto, además del progreso y desarrollo material que suelen generar en beneficio de amplios sectores sociales medios, radica precisamente en eso: el funcionamiento de las instituciones, sin necesidad de recurrir espasmódicamente a las revoluciones, acomoda paulatinamente los resultados de la renovación y el cambio que producen la constante competencia económica y política efectuada dentro de las reglas de juego.
Lo aclaro en un par de oraciones muy sencillas: las sociedades de acceso abierto viven en un cambio permanente y espontáneo, pero pacífico, lo que les confiere fortaleza y seguridad.
Las sociedades de acceso limitado, en cambio, están permanentemente sujetas a los espasmos revolucionarios que desarticulan la convivencia, destruyen el capital físico y el intangible acumulados, y producen en las personas una reacción predecible de incertidumbre y provisionalidad.
Recapitulemos para mantener el hilo de estas reflexiones:
•    Primero, sabemos que si queremos crear amplias clases medias, abandonar el subdesarrollo, la inseguridad y las convulsiones periódicas, tenemos que cambiar nuestro modelo de convivencia y ajustarlo al de las naciones punteras del planeta.
•    Segundo, sabemos que ese cambio suelen efectuarlo las clases dirigentes cuando comprueban que es imprescindible rectificar el rumbo porque el modelo de sociedad en que vivimos se ha convertido en un infiernillo.
•    Tercero, sabemos que asumir plenamente la competencia política y económica dentro de un estado de derecho realmente neutral conlleva riesgos y la pérdida de privilegios, pero también sabemos que la recompensa final vale la pena: la creación de una sociedad más digna, segura y organizada para nuestros descendientes.
La pregunta final, naturalmente, es cómo se lleva a cabo esta trasformación colectiva del conjunto de la sociedad.
Como cualquier cambio de conducta, la modificación comienza por asumir un diagnóstico general del mal que nos aqueja. Ese diagnóstico, a juzgar por las veces que se escucha o se lee, ya está hecho: hay que fortalecer el Estado de derecho en todos sus ámbitos. Hay que mejorar sustancialmente la calidad de los abogados que egresan de las universidades; de los legisladores que hacen las reglas; de los jueces que las aplican; de las fuerzas de orden público que ejecutan las sentencias. Pero, lo más importante, es que todos se coloquen voluntariamente bajo el imperio de la ley porque no hay duda de que ese es el talón de Aquiles de los estados fallidos.
El segundo paso es constituir a un grupo con espíritu cívico y vocación política para persuadir a la opinión pública de que ése es el problema fundamental y de que hay que conquistar el poder por vías legítimas para llevar a cabo la necesaria transformación que el país necesita.
El tercero es llegar al gobierno y, desde allí, comenzar la complicada tarea de restaurar pacientemente las instituciones de la república hasta crear esa sociedad de acceso abierto que ha hecho prósperos y felices a varias docenas de países en el mundo.
Nada de esto, como cualquiera puede presumir, es fácil o breve. Por lo que sabemos de la experiencia del siglo XX, echar las bases de un estado exitoso y de una sociedad razonablemente complacida y esperanzada, toma entre 15 y 25 años, pero los éxitos parciales de ese proceso comienzan a verse casi de inmediato.
Mientras más rápido se comience el camino, llegaremos antes a la meta.

Fuente: Estrategia y Negocios


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