Del poder consentido |
Escrito por Mibelis Acevedo D. | X: @Mibelis |
Martes, 04 de Febrero de 2025 00:00 |
en el desempeño de las funciones públicas”, lo cual “permite adquirir y conservar el poder”, y que es “esencialmente abierta y flexible, pues para lograr el objetivo final es preciso adaptarse a las limitaciones personales y a las circunstancias externas”. Descifrar el concepto de virtù que Maquiavelo expone en El Príncipe es clave para entender la forma en que el florentino disecciona y se zambulle en la cruda dinámica del poder. Esta cualidad, cara mitad de la Fortuna, implica habilidad pensada para la acción, nacida de la certeza de que la esencia misma de la política radica en el conflicto, enfocada en el logro de resultados y desvinculada de cualquier sentido religioso o moral que desvirtúe la naturaleza de esa lucha por conquistar y preservar el poder. ¿Significaba esto que el Príncipe podía actuar al margen de la creencia de que sus decisiones y autoridad eran legítimas? Incluso investido de poder absoluto y amparado bajo cierta lógica jurídica, ¿podría apostar a una gobernanza perdurable y sin sobresaltos a pesar del rechazo que su conducción provocase? ¿Podía acaso ignorar el peso de la legitimidad de desempeño, y desplegar modos que consistentemente vulnerasen las expectativas y exigencias de la sociedad? Responder con un resuelto “no” a estos planteamientos obliga a examinar el ejercicio del poder en relación con aquellos elementos que lo constituyen; y recordar que ese hilo de acero republicano “tan fino como resistente” (José Abad dixit) que recorre la obra de Maquiavelo no descarta la “virtù” que también residiría en una comunidad sensibilizada, impelida a cuestionar la subordinación y el látigo. Nos referimos a la situación de actores que se relacionan en términos de la dominación de unos a otros, el pacto no escrito que de allí deberá derivarse; el criterio que lleva a aceptar o rechazar esa autoridad, así como los alcances materiales y simbólicos de las instituciones habilitadas para intervenir en el conflicto, dictar soluciones vinculantes y solventarlo. El jefe político, quien debe ser zorro y león, a decir de Maquiavelo, poseedor de virtudes pero sobre todo hábil para dar la impresión de que las tiene, verá entonces la ventaja de infundir cierto sentimiento favorable que acompañe sus decisiones y gestión. Invocar miedo en tanto capacidad para “sostenerse en lo propio” puede resultar útil pero es fórmula frágil y costosa, en especial si se acompaña de la fuerza bruta o la crueldad. (En ese sentido, el príncipe prudente tendría también buenas razones para temer. Jamás debería librarse del propio miedo a las consecuencias de sus acciones, los efectos del miedo que inspira en los demás… es imposible, pues, ser amado y temido al mismo tiempo). De modo que, si bien el elemento de razonabilidad/normatividad constituye una pieza esencial en este juego, la eficacia política se vinculará también a la creencia (subjetiva) de que esas decisiones del gobernante son válidas, justas y eficaces. En atención a eso, el titular del Poder obtendrá obediencia sin tener que recurrir a la coacción, gracias a una adhesión que presupone un consenso de cierta perdurabilidad entre miembros de la comunidad política para aceptar la autoridad. Sin dejar de considerar los matices que impone la contingencia histórica, pensemos entonces en la legitimidad del “príncipe civil” como una operación que quizás trasciende las solas formas de racionalización propias de la interpretación weberiana, y que a la vez operaría como motor que asegura la cohesión social, la estabilidad política, la vida en común. Esta visión “holística” de la política -que de ningún modo pretender cancelar la carne y el músculo real que moldean su naturaleza- nos lleva al enfoque de Arendt: la idea de que la política surge en ese espacio entre-nos, el del cruce de subjetividades, fruto de aquello que se funda “entre” los hombres y a expensas de esa vita activa que es animada por la pluralidad. Como apunta el mexicano Israel Covarrubias, bien sea en su forma asimétrica, consensual o trialógica, la legitimidad activa así “la capacidad de invención de esferas bajo las cuales la política concretiza una posibilidad de realización de la vida en común, sea en su campo institucional, sea en el ético, o en aquel de lo político excluido”. Esto, por supuesto, asoma una vis de cuidado tomando en cuenta que la construcción de legitimidades en tiempos de subjetividad agravada, volatilidad, exclusión, bajo rendimiento institucional y consecuente ascenso de la identidad populista tiende a patologizarse. Junto con Weber conviene recordar que el carisma del “hombre fuerte” también puede ser fuente de legitimidad; una que, traducida en lealtad casi religiosa, hoy suele atarse a la promesa de redignificación de los sin-poder, “pueblo” en oposición dialéctica a las élites. En ese caso, cierta maña para mezclar inteligencia estratégica y eficacia práctica eludiendo a la vez la rutinización, propia del Estado, pone a las democracias liberales y sus instituciones ante un constante cuestionamiento. Pero no nos detengamos por ahora en ese movedizo borde, y más bien sigamos escarbando en un concepto que para Pierre Bourdieu no constituye simplemente un atributo natural del poder, sino el resultado de un proceso social complejo en el que los actores políticos compiten por imponer sus intereses y visiones del mundo. A contrapelo de visiones más carnívoras de la política, Bourdieu propone mirar el poder no como simple resultado de la imposición de fuerza, de la coerción física o legal; sino también como ilustre corolario del poder simbólico, de la capacidad para imponer significados y categorías de pensamiento como legítimos. Vista así, la legitimidad, en tanto implica una relación, un poder consentido e institucionalizado, no es algo que los gobernantes posean de manera intrínseca o puedan explotar de forma indiscriminada, sino que se urde a partir de un proceso de construcción social. En estrecho acompasamiento con lo que el derecho dispone, son discursos, rituales y símbolos los medios para suscitar la razonada aceptación de la autoridad pública por parte de los ciudadanos; el acatamiento a una norma, más que mera sumisión. Y para generar, sobre todo, la firme creencia de que desplegar esa autoridad es un derecho, en tanto esta se revela como justa, irreemplazable, necesaria. Escribía otro francés, el constitucionalista Georges Bordeau (El Estado, 1975): “La preocupación que por su seguridad sienten los gobernados se aproxima en sus consecuencias a la voluntad de los gobernantes de ser tenidos por legítimos”. Al tanto de eso, ni siquiera los autócratas modernos pueden desentenderse del valor de la legitimidad, de la necesidad de que la dominación que se ejerce venga blindada por ese reconocimiento simbólico, esa fuerza externa a ellos; o que, al menos, así lo parezca. En todos los casos la tarea será promover un ethos, un orden, unas prácticas que lleven a las personas a aceptar las estructuras de poder como naturales o inevitables, incluso cuando estas parecen operar en contra de sus intereses. Siendo así, ¿qué peligrosos derroteros de disolución se anunciarían cuando ese habitus (Bourdieu) se ve quebrantado por la crueldad, la incertidumbre, el miedo desorbitado y recurrente; cuando líderes faltos de virtù fallan en su misión de presentar sus intereses como coincidentes con los de la sociedad en su conjunto? |
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