El conflicto incesante
Escrito por Fernando Luis Egaña   
Domingo, 14 de Febrero de 2010 11:47

altEn países con diferencias políticas, económicas y sociales tan acentuadas como las de Venezuela, el florecimiento de los conflictos es un hecho natural del acontecer nacional. Pero eso es una cosa y otra muy distinta es que el régimen imperante los instigue de manera constante como estrategia de polarización y sustento de su propia viabilidad. Y ese también es el caso de la llamada "revolución bolivarista" que ya lleva 11 largos años acumulando más y más controles sobre el Estado y la sociedad venezolana.

Cuando se echa la mirada hacia atrás, hasta por lo menos 1999, se tiene la sensación de que el país no ha tenido ni una breve temporada de respiro o tranquilidad, en medio del vértigo seudo-revolucionario que ha caracterizado su trayectoria desde entonces.

Comenzando porque la presencia del señor Chávez en la vida cotidiana de los venezolanos se ha hecho tan intensa como trastornadora. Para bien, alegarán sus partidarios, y para muy mal sostendremos los contrarios, pero unos y otros al menos coincidiremos en que la conflictividad visceral no ha disfrutado ni siquiera una quincena de vacaciones.

Cada semana, y a veces cada día, hay un nuevo sobresalto. Los decibeles del discurso oficialista ya sobrepasan la raya de la retórica de guerra civil. Las amenazas abundan, los vituperios campean, los antagonismos se cultivan y los márgenes de tolerancia se disuelven no en un mar de la felicidad sino en un reguero de incertidumbre.

Si todo ello estuviera montado sobre el funcionamiento siquiera medianamente eficaz de la labor del Estado (por ejemplo, en materia de seguridad, o servicios públicos, o desarrollo económico), entonces la espiral de conflictos parecería menos gravosa y acaso consiguiera infligir menos daño en la colectividad.

Pero la realidad demuestra que a mayor desmejora de la calidad de vida, más belicosa se vuelve la confrontación política; y mientras más crece la resistencia hacia el proyecto de dominación en marcha, más se redoblan sus mecanismos de coacción y su afán de continuidad. Todo lo cual, por cierto, estrecha las posibilidades de cambios reglados o democráticos, y desde luego impulsa la indeseable violencia o la igualmente condenable sumisión.

La nación venezolana no se merece que su destino previsible sea una versión empeorada de su presente. En verdad, ninguna nación se lo merecería, pero menos la nuestra que aún cuenta con un potencial de gran importancia para reconstruir un camino de convivencia democrática, sin avasallamientos y con la mira puesta en la igualdad social con progreso económico.

Pero del aquí y ahora a esa posibilidad de futuro hay una densa oscurana. Ojalá y no fuera así, y las salidas al conflicto incesante estuvieran a la vista y a la mano. Al fin y al cabo, más allá del sectarismo radical hay todo un complejo país que anhela convivir sin odios ni temores. No es paciencia sino perseverancia lo que ese país necesita para salir del laberinto.

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