El gran Joel
Escrito por Otrova Gomas   
Domingo, 06 de Febrero de 2011 09:42

altA quel siete de Marzo, en una mañana decisiva en la existencia de Joel Nepomuceno Auriga, el pequeño individuo de rostro insulso y mirada indefinible se enfrentó con firmeza al gastado espejo que le dejó su madre.

Viendo su rostro entrelazado a los martirios lejanos incrustados en el vidrio, se hizo una pregunta que tenía como destinatario oculto a lo mejor de su conciencia.

Aunque para muchos tal vez era una interrogación que no dejaba estelas, para él tenía la jerarquía de los grandes momentos de la historia, porque la respuesta que se diera habría de señalarle el camino a tomar en las confusas bifurcaciones de la vida.

Así, conteniendo la respiración, se interrogó: ¿Halago sutilmente al jefe y disimulo un poco la alabanza? ¿O me lanzó completo y sin descaro, para no asumir el riesgo de perder su ayuda? ¿Lo hago sentir ultra contento? ¿O vivo en los brazos repugnantes de la angustia? Treinta y tres segundos más tarde, el breve tiempo en que la larva madura del mosquito se torna en amenaza voladora, fueron suficientes para que se diera a sí mismo la respuesta. Sin pensarlo mucho dictó una auto sentencia inapelable. Una orden a favor de la inclinación de su cuerpo y su cabeza frente a quien era su conductor supremo. Con ella vislumbraba mucho dinero en el futuro, ascensos laborales, prerrogativas, viajes largos y lejanos, poder, y sobre todo, fuera del regocijo de expresar su admiración, también estaba el placer por la envidia de algunos compañeros porque el jefe lo despreciara en público.

Una hora más tarde de haber tomado aquella decisión trascendental, se inició en los ejercicios que le permitirían llevar a cabo el plan que se había programado.

Uno siempre se preguntará ¿Fue una gimnasia calculada mucho antes? ¿Sería un producto fatal de sus genes desbordados? ¿O más bien un arrebato que se le escapó del corazón? No es fácil saberlo con hombres como Joel Nepomuceno Auriga.

Lo cierto es que allí mismo empezó a practicar lo que sería su rutina diaria, desde un acto público organizado para esa tarde, hasta el día en que la necesidad le recomendara mirar para otros lados.

Primero decidió perfeccionar la inclinación del torso y la cabeza echando un pie hacia atrás, en la media danza con la cual la plebe reconoce al noble su majestad suprema. Se Inspiró con el recuerdo de películas sobre viejos reyes y las salutaciones con caída que le dan a los príncipes de España, sin olvidar los desplomes fervorosos frente la pompa isabelina.

Veinte veces practicó los derrumbes respetuosos quebrando el brazo y la mano abierta frente al deteriorado espejo.

Descansó un poco y luego empezó a curtirse en el arte de dar cariño a los zapatos. Usó varios propios y babuchas de distintas marcas, y con el sentimiento de naturalidad que siempre le inundó el espíritu, se inició arrodillándose varias veces mientras pasaba la lengua por la parte de abajo del calzado.

Al principio sintió un breve desagrado por el sabor a tierra y tantas inmundicias, pero rápidamente superó aquel estado pasajero y siguió limpiando con la temblorosa, no sólo lo de abajo sino los lados y la parte superior de las chancletas.

Terminado aquel ejercicio, prestó su alma a la fe del profeta, porque imitando el gesto de sus creyentes lograba a la perfección los tres pasos que conforman el momento más alto de la admiración sublime: el arrodillado sin titubeos, la inclinación completa con la cabeza tocando al suelo y el alargamiento extremo de los brazos en un gesto de alta reverencia.

Tres horas invocó los favores de aquel dios prestado, y luego de practicar el lavado de pies con agua inspirándose en los grandes Papas, concluyó con el abrazado fuerte de tobillos para pedir los ruegos.

Se reposó, pero reinició la acción componiendo frases que esa tarde fueran del agrado de su destinatario. Sentado y en voz alta repitió en tono pegajoso algunas alabanzas que se le vinieron a la mente: ­Mi señor, dijo­ si en un breve instante mis sueños enmarañan el fervor que le profeso, que mis asquerosos días se vuelvan una pesadilla para siempre.

Probó una más contundente: ­Salve, Oh, amo, y perdone si algún día hubiere dudado de sus promesas, y martirice como guste a mi alma enferma por no saber apreciar la gloria alabastra que adorna sus mensajes.

A los pocos segundos comparó la frase con otra que le pareció más dulce: ­Usted, venerado guía, que todo lo sabe, que todo lo puede, que a todos nos quiere, por favor no muera nunca, porque en ese instante moriremos todos de tristeza.

Ya más contento, para terminar improvisó con versos medio cojos: Admirado compatriota, único dios que queda de los dioses del desquite, amarre bien su tierra idiota, no sea que venga un loco y ese mismo día se la quite.

Sonrió feliz, se puso la chaqueta guardando unos guantes por si había que jalar en vivo y se fue para el acto programado.

Lo que no sabía el pobre Joel, es que el monumento de su querido jefe ya había empezado a desplomarse.


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