Medio siglo de una pasión
Escrito por Ignacio Ávalos Gutiérrez   
Miércoles, 21 de Noviembre de 2012 06:57

altMe hice seguidor del equipo sin tener ninguna razón ni argumento, como ocurre con las decisiones personales más trascendentes



A la memoria del "Musiú Lacavalerie"

Si usted, lector, me permite un dejo de nostalgia, le diré lo que ya he dicho otras veces, que esa noche la tengo guardada para evocarla al final de la vida, cuando me toque la hora de la verdad, la de la despedida, chao a todos, me voy, pues, y, como se acostumbra en tal circunstancia extrema, dedique el último aliento y las últimas neuronas a recapitular las razones por las cuales valió la pena el paso por este mundo.

Me refiero a un ya lejano día, creo que era viernes, de enero del año 1986, cuando los Tiburones de La Guaira ganaron su último campeonato y me quedé en el estadio celebrando con miles de aficionados, compartiendo la misma fe por un equipo, el que interpretaba, más fielmente que nadie, la pelota caribe, afirmado sea esto sin un ápice de mezquindad, lo juro. La final fue un triunfo sobre el Caracas, 2 a 0, gracias a un jonrón de Pérez Tovar, antecesor remoto de Gregor Blanco en cuanto a elegancia y efectividad se refiere en la custodia del jardín central. El manager era un moreno flaco, el dominicano Oswaldo Virgil y en el equipo se encontraban Luis Salazar, Carrasco, Pedrique, Argenis Salazar, el citado Pérez Tovar, Guillén, Monasterios y otros cuantos, portadores del mismo ADN beisbolero.

Entre esos cuantos se encontraba Gustavo Polidor a quien le seguí la pista muy de cerca, a lo largo de no sé cuántas temporadas, creo que catorce, viéndolo jugar siempre bien, sin mucha alharaca, con la elegante pericia de quien todo lo lleva a cabo como si fuera pan comido, como si cualquiera lo pudiera hacer, como si todo fuera cuestión de ponerse un guante y pararse por allí. Fue mejor pelotero de lo que parecía, de lo que, en general, le reconocieron y, probablemente, mucho mejor de lo que él mismo se creyó, que a la chita callando se pasó su buen rato en las grandes ligas, figura insustituible en el "infileld" guaireño. Para tristeza de muchos de nosotros, fue asesinado por un tal "Hernancito", quien seguro no sabía a quién mataba, a finales de abril del año 1995, cuando aún nos debía, seguro, unas cuantas temporadas más.

II.

Me hice seguidor del equipo sin tener ninguna razón ni argumento, como ocurre con las decisiones personales más trascendentes. Lo fui desde el momento en que José Antonio Casanova compró, por un bolívar, la franquicia del Pampero a comienzos de los sesenta. Me convertí en fanático de la famosa "guerrilla", la que ganaba hasta sin querer, el equipo que debía "arañar para hacer las carreras", según Norman Carrasco, el de "un jitcito por allá, un machucón, un bateo y corrido, un robo", inventor, pues, de eso que llaman la guerra asimétrica.

Más tarde, varios años después, cambié la condición de hincha y me hice feligrés, la samba me sonó a música sacra y el amable sectarismo de nuestros locutores, a santa palabra. Fue en la temporada 93-94 cuando, como se lamentaba el personaje de un magnífico cuento de Rodrigo Blanco, las cosas empezaron de verdad a salir mal y La Guaira hiló con cuidado el tejido de sus pesares, imponiendo un récord de 14 derrotas consecutivas, indicio de que seguirían varios años de infortunio.

Para colmo de males, en octubre del mismo año, José Ignacio Cabrujas, un intelectual imprescindible para el país, publicaba su último artículo, el mismo día de su muerte, disculpándose por haber intentado, sin lograrlo, ser fanático de otros equipos y pedía ser readmitido en las filas guaireñas.

III.

Por estos tiempos el equipo cumple medio siglo, Cincuenta años de pasión, según el título de un libro que los conmemora, excelente factura de Javier González y Carlos Figueroa. Lo leí de cabo a rabo, desde los relatos iniciales hasta los de hoy en día, cuando el equipo es llevado de la mano por Francisco Arocha y Antonio José Herrera, augurio, todo parece indicarlo, de una época con muy buena cara.

En fin, recorriendo sus páginas, constaté, por si hubiese falta hacerlo, que a los Tiburones de La Guaira les debo una parte muy importante de la memoria de mi vida.


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